Barrio.Curiosidad.Gentileza.Menestra.Merced/Mercedes.Playa.Recóndito.
REDENCIÓN
No le fue difícil hacerse con el hábito de nazareno. Apenas dos navajazos. Su amigo desde la niñez, el que le ofreció con gentileza refugio durante su huída de la policía, al ser acusado de terrorismo, era también, desgraciadamente, un gran devoto de aquellos iconos que representaban la religión odiada, el paradigma del enemigo contra el que él, Ahmed, guerrillero de la yihad, tenía la obligación y la vocación de luchar hasta el exterminio. Apenas dos navajazos y fue ya el comienzo del final.
Refugiado desde hacía varios meses -comando dormido- en aquella casa humilde, en un barrio recóndito sobre la playa en la que se acumulaban los detritos, ajeno a la curiosidad del vecindario merced a su discreta presencia, tenía que pasar inevitablemente a la acción.
Comenzaba la que para los infieles era la Semana Grande, en la que celebraban la Pasión y la Muerte de su Gran Profeta, el enviado de su Dios Omnipotente. Su amigo muerto había tratado de explicarle ese gran misterio, ante el que él sólo había manifestado una escasa curiosidad. Una religión que predicaba el amor y la fraternidad -al igual que la suya- pero ensalzaba el martirio de la carne, el dolor del sufrimiento físico, rechazando y castigando en cambio la prédica de otras y los métodos de su difusión por sanguinarios y violentos, como era el caso de la yihad.
Olvidaban los correligionarios del amigo muerto, o querían olvidar por adoctrinamiento de sus predicadores, la enorme crueldad con la que se comportaron sus antepasados, en las campañas que sus propios sacerdotes iniciaron para recuperar los que ellos consideraban Tierra Santa, los lugares de la Pasión. Millones de muertos en guerras sin sentido, cuyas heridas y secuelas todavía hoy hacían vibrar movimientos políticos y militares, siempre con trasfondo económico.
Ellos, los guerrilleros de la yihad debían poner fin a ese estado de cosas. Los imanes los aleccionaban y les explicaban la necesidad del derramamiento de sangre. De la sangre del infiel. Aunque, contradictoriamente, enseñase la voz de su Profeta la paz y hermandad entre los hombres.
Y ahora él, conviviendo entre los infieles, aprovecharía sus ritos más enraizados para inmolarse entre los fanáticos que ensalzaban con griterío y cánticos espeluznantes el procesionar de sus imágenes en recuerdo y celebración de aquel martirio. Un atentado más, otro atentado en el que él, Ahmed, se inmolaría y viajaría al paraíso que su dios le tenía reservado. Su amigo le había explicado cómo en la noche del Jueves que ellos calificaban de Santo, tendría lugar uno de los actos más emotivos y populares de aquella semana de Pasión, que convocaba en una de las plazuelas del barrio antiguo de la ciudad a miles de sus fieles, tal vez 5.000, puede que 8.000, según datos de la Policía. Una multitud apretujada, sin apenas posibilidad de moverse y escapar del terror que provocaría la explosión, causaría un número elevadísimo de muertos y heridos. Un escenario perfecto.
Con toda frialdad Ahmed cenó los restos de una menestra de verduras, el último guiso que para él cocinó su amigo asesinado (él, como creyente, respetaba la norma de no comer carne en los días santos). Se ajustó el cinturón mortal con los explosivos, disimulado perfectamente bajo la amplitud del hábito, y se dirigió al lugar elegido para su inmolación. El enorme gentío que se arremolinaba dificultaba enormente su avance, y además, tenía que cuidar para que cualquier golpe no provocara la explosión antes de tiempo.
Inmovilizado en una bocacalle por donde tenía que cruzar el paso del Cristo agonizante, tuvo que contemplar forzosamente aquella imagen, la de un ser humano retorcido, clavado en una cruz, sangrante y sufriente que, todavía, expresaba en su mirada algo que superaba al dolor y al perdón.
Ahmed sintió aquella mirada extrañamente clavada en sus entrañas; al tiempo que una voz interior, la voz de un dios (pero ¿qué dios, el de los infieles, el suyo y el de sus padres?) le conminaba a abandonar su proyecto asesino. “No eres tú ni debe ser tu mano quien tome la venganza y la justicia. Ya la tienes manchada con la sangre de tu hermano, el amigo muerto. Deja que sean otros, aquellos que designaré en su momento, quien cumpla Mi designio.” Una voz profunda y estremecedora, proviniente de mil focos, retumbante en infinitos ecos, que paralizó cualquier reacción analítica de Ahmed. Una voz de timbres luminosos, como si innumerables voces de muecín le repitiesen: “Espera, Ahmed, todavía no es llegado el momento”. La sangrienta imagen, bamboleante en su inseguro avanzar, le seguía mirando fijamente desde su suplicio. Ahmed, Ahmed...
Por una estrecha callejuela Ahmed salió precipitadamente al río, a una alameda desierta en la que a veces solía bañarse con su amigo muerto. Su amigo que, desde algún punto de la noche callada, le ofrecía su sonrisa de perdón. La explosión se escuchó por toda la ciudad penitente. Muchos la interpretaron como la señal de la muerte de Cristo, el Dios hecho hombre. Era exactamente la medianoche, la hora en la que Ahmed fue a reunirse con su amigo asesinado.