EL VIEJO ASESINO
Siempre había tenido una sensibilidad casi enfermiza hacia toda manifestación de belleza. Cualquier expresión artística le podía conmover hasta las lágrimas. Y le daba igual de qué tipo fuese: música, pintura, la soberbia escultura, aquellos cuerpos humanos retorcidos y angustiados, tratando de escapar del rígido caparazón que los contenía ... La poesía podía acercarle al éxtasis, sobre todo la de temas amorosos. Aunque también aquellos ripios, desmañados y aburridos, que leía alguna vez le producían rabietas descomunales. Pero era torpe, muy torpe, para iniciarse en cualquier técnica de expresión del arte; era incapaz de dibujar un círculo medianamente redondo, ni silbar cualquier tema musical: ni siquiera tangos, que le deslumbraban. Por eso tal vez su fascinación por la obra bien hecha.
Un día, en su primera juventud, rebuscando en librerías de viejo, cayó en sus manos un librito de Thomas de Quincey: su “El asesinato considerado como una de las bellas artes” le abrió un nuevo mundo de expresión estética de infinitas oportunidades para un tipo como él, noctámbulo, solitario, anodino, de imaginación escasa y tortuosa... Decidió explorar aquel ámbito del Arte que, en principio, no presentaba complicados repliegues en su desarrollo. Siempre hay una primera vez y la suya fue, a modo de experiencia preliminar y evaluación de posibilidades, un pobre pordiosero que dormía en un descampado próximo a su casa. Fue muy sencillo. Una aventura que apenas le alteró el ritmo del corazón. Y el asesino en ciernes disfrutó con la limpieza de la ejecución, sin efusión de sangre, sin violencia, silenciosa y eficaz. Todo un éxito. Aquello coincidía con el placer estético que describía De Quincey en su librito.
Decidió publicitarse en los círculos secretos, esotéricos, donde su actividad pudierse encontrar clientes adecuados. Elaboró su propio código deontológico -tampoco era cosa de ir asesinando sólo por asesinar- y en poco tiempo se sorprendió de la cantidad de gentes que necesitaban un asesino discreto y profesional como él. Además, sus tarifas siempre fueron módicas, no había que abusar; lo suyo era el disfrute personal del trabajo bien hecho, la búsqueda de la perfección en este peculiar Arte. De este modo su carrera profesional fue, además de reservada, altamente satisfactoria: descalabros, envenenamientos, accidentes casuales... todo un surtido de peripecias y soluciones en el que escoger para la múltiple casuística que se le presentaba; siempre subrepticio, siempre secreto y siempre eficaz; ningún hueco dejado al azar.
Por otra parte, él siempre creyó fervorosamente en la predestinación. Todo el mundo tenía marcado el día y la hora del final de su estancia en este mundo y él podía, perfectamente, ser el ejecutor de los divinos designios. Eso lo absolvería de culpas ante la justicia de Dios, quien juzgaría con tolerancia, incluso benevolencia, a aquel instrumento de Su omnisciencia.
Pero ahora, en su solitaria vejez, con sus facultades dramáticamente disminuídas, necesitaba un discípulo, alguien que continuase su obra tan socialmente necesaria y, al mismo tiempo, que pusiese fin a sus penosos días. No admitía el suicidio, no por cobardía; es que era contrario a sus principios. Pero a cambio estaba, a su favor, la predestinación: si Dios le tenía asignado el billete de vuelta, eso le exoneraba de responsabilidad: no podía ir contra la voluntad divina. Había citado en la estación del ferrocarril a un joven que prometía. Llegaría desde la ciudad; lo juzgó más prudente. El tren de cercanías de las 23h15 se acercaba silbando atronadoramente; pero él seguía absorto en sus pensamientos, paseando entre las vías, esperando. La trágica pirueta del viejo asesino al ser impactado por la locomotora jadeante fue su último trabajo, otro modelo de ejecución perfecta y limpia; aunque esta vez con con mucha, muchísima, efusión de sangre.