PRESENCIAS.
Llueve. Una lluvia cansina, desganada, como de otoño que no quiere hacerse invierno. De pie, mis manos a la espalda, detrás del ventanal desde el que domino el berroqueño casco viejo de la ciudad, me siento observado por esa miríada de ojos como diamantes acuosos, apenas transverberados por las luces mortecinas de los faroles destartalados. El suave murmullo de las gotas sobre los tejados tiene su contrapunto atormentado en el fragor casi militar de los desagües. La calle es un tumultuoso río, navegado por las últimas hojas muertas y la humildad de un trapo caído.
Percibo una presencia querida e inesperada. En el cristal, deslustrado exteriormente por las lágrimas de algún dios de la lluvia, aparece, ectoplasma sobre ectoplasma, la imagen de Fernando Pessoa . No me sorprendo en absoluto. Su leve figura va cuajando en la vítrea placenta, iluminada como un fondo marino, con los tonos glaucos y azulados sobre los que se disuelven mansamente los contornos pessoanos. Ni siquiera mi gato Wittgenstein ha erizado la cornamenta filiforme de sus bigotes, tal ha sido el plácido advenimiento del fantasma.
-“Hola, Fernando. Bienvenido a la lluvia.”
Apenas un ligero estremecimiento en la figura de la lámina del cristal me confirma la aceptación de Pessoa a mi bienvenida.
-“Aunque ésta no sea tu “chuva obliqua”; ni siquiera las lluvias oscuras de Lisboa.”
Fernando me responde (trayéndome a la mente la idea de sus palabras) con unos inesperados versos de Caeiro:
“Porque soy del tamaño de lo que veo/ y no del tamaño de mi estatura.”
Versos que tienen la mágica virtud de transmutarme en una multiforme y ubicua muchedumbre. Ahora somos dos muchedumbres solitarias que participan del valiente carácter del poeta portugués, como aquellas que deambulan bajo otras lluvias por las calles D'Aboukir o la Rua da Prata, de plaza a plaza. Ríos de lluvia, como líquidos y rumorosos abucheos en protesta por tener que constreñirse a los geométricos cauces de las canales y las calzadas, y que algunos seres humanos han iluminado con la luz de la poesía. Yo me soñaba en París, entre la Place des Victoires y la Porte Saint Denis. Las palabras de Fernando me trasladan, delicadamente, sin ruptura, a su Lisboa, entre la Plaça da Figueira y la del Comercio. El universo lábil y ecléctico de los sueños, apenas cohesionado por la lluvia.
Sigue lloviendo. Ahora torrencialmente. Cataratas celestiales para mitigar la sequedad de las almas humanas. Algo de angélico han de traer esas aguas desarraigadas, sin ríos ni mares que las acoja. Los tejados son negras nubes minerales que recogen piadosamente el agua que lloran sus hermanas desde el cielo. Entre dos truenos Pessoa definiría un pequeño apocalipsis. Pero ya se ha vuelto a su metafísico escondrijo. Wittgenstein y yo nos acojemos a las lágrimas de fuego del ajenjo que Fernando no quiso tomar y a la cálida lluvia que desde las llamas del hogar nos envuelve misericordiosamente.
N.B. Fernando Pessoa, poeta portugués, junto a sus heterónimos y mi gato Wittgenstein, en memoria del críptico filósofo (¿quien entiende a un gato?) son mis acompañantes habituales en mis ya infrecuentes veladas etílico-oníricas, o de ensoñaciones producidas por la ingesta de determinados alcoholes de los que Adolfo dispensa.