TERUEL.
Sonó el teléfono. Volvió a sonar insistente, irritante. En la cocina estaba Carlos decidido a no descolgarlo y vengarse así de esta civilización tan artificial. Se sentía abrumado por la cultura de la electrónica, de la comunicación, y la informática. Por otra parte, no podía ser nada importante para él. No había quedado con nadie ni necesitaba a nadie en ese momento. Sólo quería cocinar, GOZAR de lo cocinado y dormir. Creía que eran aspiraciones muy normales para todo ser humano y no le apetecía que nadie le molestara. Oyó el canto de un pájaro, miró por la ventana, y era una ABUBILLA que ojeaba un agujero en el tronco de un árbol, quizá con la idea de construir su nido.
Cumplió todos sus propósitos, aunque con la dificultad añadida que le representaba no poner música, negarse a pulsar los botones mágicos del mando de la televisión, y prescindir del microondas, (aparato que él denominaba olímpico por el record que tiene en descongelación, calentamiento y elaboración de platos medianamente complejos), e ignorar el teléfono que sonaba de nuevo.
Después, se metió en la cama intentando dormir, a la par que se mordía las uñas tratando de calmar los nervios. Hizo volar su pensamiento, y los recuerdos invadieron el TERRITORIO de su mente. Retornó al pasado, hasta su niñez, y ese camino de regreso le puso aún más nervioso. Recordó su infancia, su adolescencia y no le gustó nada. Recordó cómo su padre, un hombre bebedor, maltrataba a su madre, y le maltrataba a él…
Cuando por suerte para ellos su padre murió de cirrosis hepática y empezaron una vida más ordenada y más armónica, cuando parecía que su propia vida iba a emprender un nuevo camino, murió su madre y tuvo que asistir a la CEREMONIA de su entierro. Tan sólo habían pasado seis meses de la muerte de su padre.
Se quedó solo recién cumplidos los dieciocho años, y se derrumbó el cielo sobre su cabeza. No tenía a nadie más de su familia directa. Sólo algunos parientes lejanos con los que casi no había tenido contacto. Sus familias materna y paterna, vivían en Extremadura. Desde allí se desplazaron sus padres hasta Barcelona, para buscar una vida mejor.
Aunque tenía el piso que su madre puso a su nombre nada más morir su padre, y un trabajo con un sueldo que le bastaba para vivir, entró en una fase depresiva. Se hundió en la soledad y la tristeza. Tenía algunos amigos y conocidos, pero cada vez menos, por su aislamiento...
Ante la dificultad para dormir, se sentó en la cama por miedo a que todo lo que había comido y bebido en gran cantidad hacía un rato, le rebosase por la boca o le saliese por la nariz con la marea que se estaba produciendo en sus órganos digestivos, consecuencia, quizá, del CURRY y los CHAMPIÑONES que puso en su comida. Desistió de la horizontalidad de su cuerpo. De esa manera las míticas bestias que luchaban en su interior, se mostrarían ineficaces en esa postura inusual para dormir.
Las idas del dormitorio al cuarto de baño y viceversa, se convirtieron en un frenesí de expulsión. Más desinflado y exhausto, decidió intentar dormir, de nuevo pero no pudo.
Le dolía la espalda de tanta tensión como había acumulado en su deseo insatisfecho de dormir. Se levantó, se fumó un cigarrillo y volvió a la cama. Se levantó de nuevo, hizo un solitario con los naipes, se tomó un bote de píldoras sedantes y a la cama. Cogió un libro y cuando le llegaba el sueño, sonó el despertador. Se levantó, se duchó, se cepilló los dientes, se vistió y peinó. Salió de casa y en el momento que la puerta se cerró, recordó que no llevaba las llaves.
Entró en el metro y cuando llegó a Sants Estación, decidió bajar. Ahora que ya llegaba tarde al trabajo, todo le daba igual. Se acercó a la taquilla y pidió un billete para el tren a Teruel. No sabía por qué. En su mapa interior, Teruel nunca había existido. Esperó dos horas. El tren abrió las puertas y lo engulló antes de cerrarlas de nuevo.
Mientras, en su piso, el teléfono sonó muchas veces aquel día. Y también al siguiente y al siguiente... y nadie lo descolgó.
Después de cinco días, abrieron la puerta forzándola. Hallaron a Carlos tendido boca arriba con un libro sobre el pecho y la mano encima. Los policías que lo miraban con fastidio dijeron: “otro suicidio”.
Mientras, él ya relajado, pensaba que aún podía comenzar una nueva vida lejos de Barcelona, y se imaginaba las caras de sorpresa de parientes y conocidos cuando recibieran la noticia de que… se había ido.