Mi aportación para esta primera quincena de septiembre.
TEMA: UN VIAJE.
MOTEL LAS BRUJAS
El verano pasado me propuse hacer un viaje por la España vaciada, con el fin de ver de cerca algunos pueblos ya extinguido, y otros, cerca a desaparecer. Comencé mi aventura transitando por una carretera comarcal, cuando descubrí un desvío a la derecha. El rótulo, casi ilegible, indicaba a Torrecilla de Don Juan. Me desvié por la carretera local, que por no ser utilizada, estaba en muy mal estado. Baches, piedras desprendidas arrastradas por la lluvia, y matojos. Tan mal estaba, que había perdido su legitimidad, para convertirse en camino de tierra.
Discurría por una planicie agrícola, donde por los rastrojos ambarinos, se percibía que había predominado el cultivo de trigo. Era como un desierto amarillento, que las ondulaciones del terreno parecían verdaderas dunas. Miré el mapa tradicional y continué marchando por aquel camino casi borrado, que el coche parecía estar rehaciéndolo de nuevo.
Así fue que ese día nublado, desapacible, que amenazaba con una gran tormenta, me encontraba solo, a muchos kilómetros de cualquier área urbana. El tiempo empeoraba rápidamente, grandes nubarrones brunos ensombrecieron el cielo, sumiendo el día en una gran oscuridad. Eran las tres de la tarde y tuve la sensación de que estaba anocheciendo. Encendí las luces del coche para no salirme del estrecho camino.
Siempre que acontece algo negativo, sucede en el momento y el lugar menos oportunos. Mi coche era viejo y propenso a las averías, y a los quince minutos empezó a salir vapor por las rendijas del capó, y unos minutos más tarde estaba tirado en medio de la extensión de rastrojos, que era como estar en medio de la nada. Para aumentar el problema, no tenía conocimientos ni siquiera mínimos de la mecánica del automóvil.
Estaba desesperado y asustado, y después de unos instantes de indecisión, cogí del maletero un impermeable y una linterna de potente luz que siempre llevaba para emergencias, y caminé hacia delante bajo la amenazante tormenta. Intuía que el pueblo no estaba lejos.
En cinco minutos que me parecieron eternos, apareció ante mi vista un edificio de dos plantas, a unos quinientos metros. Continué avanzando y noté por su aspecto que parecía estar en mal estado. Cuando estuve más cerca, pude leer en la entrada: Motel las Brujas. Un nombre poco alentador, que contribuyó a hundir más aún mi estado de ánimo. En la explanada dedicada a parking, no había ningún vehículo estacionado. Solo suciedad y matojos. Tampoco vi persona alguna.
Estaba intranquilo por la avería del coche y por la soledad que rondaba aquel lugar. Con recelo, me acerqué a la puerta y la golpeé con los nudillos. Esperé uno segundos. Al no obtener respuesta, la empujé y se abrió. Entré. El interior estaba en penumbra. Con la luz de la linterna pude comprobar que el edificio estaba en ruinas y evidentemente fuera de servicio. Telarañas, polvo, suciedad y restos de basura dejada por quienes se cobijaron entre sus paredes, daban testimonio de llevar mucho tiempo abandonado.
Me acerqué al mostrador de recepción a curiosear. Justo en ese momento, una corriente de aire helado pasó por mi nuca, oí un golpe seco, miré en su dirección, y vi que la puerta se había cerrado. No le di importancia. Pensé que la había cerrado la corriente de aire. Un trueno enorme, y los pantanos del cielo abrieron sus compuertas, para aumentar mi intranquilidad, dejando caer su contenido. Fue entonces, cuando sonó un ruido en la planta de arriba, como si una puerta o ventana se cerrara y rompiese del golpe. La oscuridad era muy densa y mis piernas empezaron a temblar. Con la linterna, me dirigí a la puerta con intención de abrirla y salir de allí cuanto antes. Lo intenté pero estaba atascada. Insistí, y me fue imposible abrirla. Estaba atrapado.
Tenía que buscar otro lugar por donde salir. Exploré todas las ventanas de la planta baja, con apremiante necesidad de encontrar una salida. Todas las contraventanas estaban aseguradas con travesaños de madera clavados. Imposible abrirlas. Pasé al otro lado del mostrador de recepción para buscar alguna herramienta que me ayudara a desclavar una, y cuando iluminé con la linterna, quedé paralizado. Sobre la pared, recostado, había un esqueleto humano que me miraba con sus cuencas vacías y su sonrisa americana. El corazón me latía con tal fuerza, que parecía querer escapar de mi pecho. Quizá ocurriera un asesinato, o un transeúnte quedara atrapado como yo, y muriera de inanición.
Volví a recorrer toda la planta baja sin encontrar por donde salir. Tenía que subir y ver de qué manera podía huir desde arriba, pero el ruido que había oído me aterraba. Quería regresar al coche, y pasar allí lo que quedaba de la tarde y la noche. Luego desandar el camino a pie, y salir a la carretera comarcal con la esperanza de que alguien parase y quisiera llevarme.
A la derecha del mostrador de recepción, estaba la escalera de madera que daba acceso a la planta de arriba. Me dirigí hacia ella y justo fue poner el pie en el primer peldaño y un escalofrío recorrió mi columna dorsal. Era una situación tensa entre las dos mitades en las que se había dividido mi personalidad. Una luchaba contra la otra con fuerza equilibrada, y allí titubeaba dando un paso hacia el segundo peldaño, y retrocediendo ese mismo paso. Pero la providencia, a veces, nos echa una mano para romper el equilibrio y decantar la decisión quizás en el sentido más adecuado. Un bombazo caído del cielo en forma de trueno, me impulsó, como si de un resorte se tratara, escalera arriba a toda prisa. Tenía que escapar de allí sin perder un sólo momento.
Al borde del infarto, pensando en la posibilidad de que alguien pudiera estar escondido y atacarme, recorrí el pasillo al que daban todas las habitaciones, sin saber qué ventana mirar primero. Recordé la ley de Murphy que dice: «Si algo puede salir mal, saldrá mal» Las puertas estaban abiertas. Me decidí por la primera de la izquierda, y como abajo, las ventanas estaban aseguradas con travesaños y clavos. Las fui tanteando todas con miedo a ser atacado por el causante de aquel estrépito. Una, Dos, tres... siete... y todas enclavadas. El pánico me dominaba. Pensé en el esqueleto que vi abajo. Imaginé mis cuerdas bucales rotas de gritar, mi cuerpo desnutrido, convertido en piel y huesos, y la parca frotándose sus huesudas manos, a la espera de verme perecer. El cielo bramaba con toda su furia. Relámpagos, truenos, cruel barahúnda que parecía vomitar muerte.
Sólo me quedaba por mirar una ventana. La de la primera habitación de la derecha. Enfoqué la luz de la linterna, y mi sangre comenzó a correr a mil por segundo. La ventana estaba rota, destrozada. Un rayito de esperanza. Una ventana abierta al exterior. A la libertad. Me sentí como el preso que escapa de una cárcel de máxima seguridad. Sin pérdida de tiempo, saqué mi cuerpo por el hueco, me agarré al alféizar, me deslicé pared abajo y salté al vacío sin preocuparme de donde ni cómo caería. Caí de pie sin hacerme daño. Estaba salvado.
Seguía lloviendo. Corrí con toda la rapidez que pude, llegué al coche jadeando, con los pies mojados y embarrados. Entré y cerré la puerta. Respiré hondo, solté el aire de mis pulmones a punto de reventar y reflexioné si continuar, o no, con el proyecto que había iniciado. La experiencia vivida me sumió en un mar de dudas. Me acomodé para pasar la noche que ya estaba llegando con toda su realidad sugerente y ominosa, cuando se me ocurrió una idea: si el coche se paró porque el motor estaba demasiado caliente, puede ser que ahora... giré la llave y... eureka. Arrancó. En dos horas, llegué a casa y al fin pude calmar mis nervios.
Casi no dormí esa noche. Cientos de posturas bajo las sábanas, y miles de fantasmas perturbaron mi sueño. El miedo pasado el día anterior, me pasó factura. Reconozco que la valentía no es una de mis cualidades. Pero soy constante y obstinado, y me dije: nada ni nadie me va a impedir llegar a Torrecilla de Don Juan, ni a cualquier otro pueblo al que decida ir.