Lenta y pesadamente, como si sus encorvadas espaldas cargasen todo el peso inconmensurable del infinito universo, el peregrino ascendía el último repecho de aquel monte. Al otro lado se encontraba, por fin, la abadía destino de su viaje penitencial. Largo había sido su éxodo, largos los días de ayuno y ascesis. Sus cortos descansos, alterados siempre por los fastos del mundo y las dulces llamadas de la carne se habían producido en palacios o en tabernas, en lujosas habitaciones de cortesanas o en rústicas posadas, al calor de las bestias que junto a los hombres dormían. Pero su espíritu, deprimido tras las caídas en pecado, estaba ahora exultante, gozoso, ante la proximidad del cumplimiento de su encargo, de su redención final.
Vestía un pardo sayal de basta tela, raído y desgarrado, ajustado a su exigua cintura por un ceñidor de esparto provisto de nudos, que le servía además para aplicarse las rigurosas disciplinas cuando ese espíritu suyo flaqueaba y se asomaba a los abismos del pecado, y por todo equipaje, además del cayado del que pendía una calabaza conteniendo algo de agua, un simple zurrón de piel apenas curtida. En su interior se albergaba su tesoro, los utensilios y materiales que le permitirían transformar la luz, llevar la vida al interior de aquellos místicos recintos en los que compañeros suyos, que siempre se habían deleitado con los únicos gozos del retiro monacal, de la paz espiritual, apenas conturbada por las tentaciones demoníacas, que eran fácilmente rechazadas por la oración y la sumisión a la regla. Eran gentes humildes, seres humanos elementales, cuya única misión que se imponían era el trabajo, la oración y la obediencia, cauces para alcanzar la Vida Eterna.
Con un último esfuerzo el buen monje alcanzó la cima. Al fin pudo divisar, en el fondo de aquel valle umbrío, la sencilla edificación de la abadía. Una rústica construcción de piedra mampuesta sin otro adorno que las arquivoltas que enmarcaban la entrada a la iglesia. Resaltaba la espadaña, que albergaba una campana alborotadora de aves y vecinos en las grandes ocasiones y otra, más pequeña y comedida, que anunciaba los ritmos que regían la vida monacal. Todo era paz a aquella hora crepuscular. En ese sencillo y austero entorno era en el que la Orden había autorizado al monje para llevar a cabo la experiencia; iluminar el interior del templo con algún vitral que enriqueciese con armonías luminosas las ascéticas notas del canto gregoriano. La luz creada por Dios al enunciar su “fiat lux” se multiplicaría en infinitas coloraciones, se recrearía en arcoris naturales, más bellos que las sutiles irisaciones que la luz del sol producía en los trigales ondulantes. Él desarrollaría la obra del Creador mostrando a los hombres,a sus hermanos, aquellos misterios de la Creación que, por ahora, sólo se daban a conocer a algunos iniciados.
En su zurrón yacían los óxidos y las tierras, los elementos que la propia Naturaleza disponía para realizar aquellos portentos. Un óculo sobre el altar, un sencillo ventanuco con algún parteluz (el hermano Zacarías era un excelente tallador de piedra) y el tenebroso interior se abriría a las sublimes fruiciones de la luz hecha color.
Era la hora de vísperas y sus hermanos monjes estarían reunidos en la fosca iglesia entonando con sus graves voces los loores a la Virgen.
Eran tiempos de guerras y pestes. Durante el largo periplo desde Roma hasta este lejano rincón de la Iberia en el que nació y quería reposar eternamente, numerosas veces había contemplado con horror la violencia de los soldados, ayudado a bien morir a hediondos apestados y enterrar piadosamente a los muertos. No era, por tanto, ajeno a nuevas escenas del terror milenarista. A sus insistentes llamadas sobre el macizo portón nadie respondía. Por fin se abrió un mínimo ventanuco y una voz asustada inquirió sobre él y los motivos de su presencia en aquel santo lugar. El buen monje preguntó por aquellos que recordaba de sus lejanos tiempos de profeso. La respuesta fue un obituario de nombres de ausentes. Apenas un par de monjes quedaban al cuidado del cenobio para evitar su rapiña y abandono. Las aguas contaminadas del algibe del que se servían los monjes había hecho la labor que no hicieran los soldados y la ambición humana. Dios, que no castiga con piedra ni palo, había castigado los barruntos de orgullo de aquel humilde monje que pretendió rectificar la divina sabiduría. Los misterios son de naturaleza sobrenatural y sólo Dios podía permitir desvelarlos. La luz multicolor, la alegría de la vida terrenal deberían esperar a otros tiempos más tranquilos.
Todos tenemos los pasos contados, también, de antemano, está programado el número exacto de latidos, esos golpes sincronizados de sangre, que a borbotones entran y salen del corazón. En esta increíble y maravillosa maquinaria se ha programado con precisión cada inhalación que llena los pulmones, hasta la exhalación última y definitiva. Los suspiros no cuentan en la ceñida contabilidad de estos actos mecánicos y quién sabe, cuántas otras cosas más.
Quizás, a lo mejor, están previstos los cauces por donde correrá nuestra vida, el trazado de horizontes posibles, los caminos que vamos a transitar a ciegas y dando tumbos, pero realmente no tengo seguridad, ni siquiera una señal borrosa de que el futuro esté escrito, en cambio, tengo la certeza que el fin de nuestra vida está marcado, y en eso nos parecemos a los tarros de mermelada, en ellos también viene impresa la fecha de vencimiento.
Tenemos asegurado el final, una mano ajena y desconocida marcó sin titubear el día y la hora del suceso, esta es una afirmación innegable, confirmada con esa primera nalgada, que nos obliga a buscar la bocanada de oxígeno, señal inconfundible que estamos en presencia de la vida y también, por consiguiente, de la muerte.
Durante un tiempo revisé con frecuencia los obituarios, encontré metáforas señalando con tristeza las claves de la conclusión de una vida, y la terca negativa a aceptar la muerte, único acontecimiento del que no podemos escapar y que de nada valen decisiones temerarias y voluntaristas.
El momento de la muerte está definido y señalado en un libro sin concluir, quizás guardado en un palacio estelar, es posible que esté iluminado con los destellos de vitrales expuestos a luz de innumerables estrellas. Con la letra firme de una lengua muerta se cierran para siempre los caminos y se anuncia el momento de convertirnos en polvo y piedra.
Lo que no sabemos, la incógnita que nos rodea y que debemos descubrir en este trayecto es de otra índole. Lo que debe llamar nuestra atención, no es precisamente la muerte, nuestra desaparición, la despedida final de todo cuanto conocemos. Lo que verdaderamente debe llamar nuestra atención, por encima del éxito o el fracaso son otros detalles más significativos, o en todo caso, útiles para el recorrido que debemos cumplir en la construcción de ese estrecho universo de acciones, que dejaremos como recuerdo.
Lo que debe ocuparnos es estar preparados para dar el próximo paso y no perdernos en ese afán incesante, desesperado, de vislumbrar el mañana, de intentar adivinar el futuro en el reflejo del agua estancada en un aljibe, o en nuestros sueños exultantes, o en el incomparable canto de un pájaro a media noche. Debemos dejar de lado esta obsesión, ese fallido intento de encontrar alguna hilacha de seguridad para poder avanzar entre las sombras.
El miedo nos empuja a equivocar el rumbo, engañados tropezamos y caemos con frecuencia, sin descubrir a lo largo del camino, que el verdadero temor, el que nos impulsa a intentar la descabellada empresa de avizorar el futuro, es no saber si estamos preparados para los esquinazos del destino, si tenemos la suficiente entereza para encarar las vueltas de tuerca que nos esperan, los inevitables asaltos de las sorpresas, los desconsiderados eventos a los que somos sometidos constantemente.
Olvidamos por completo esa antigua afirmación de nuestros llaneros, que enfrentados a lo inconmensurable de su geografía, a lo inédito de sus días, en el lomo de sus caballos, miran a través del viento y son capaces de decirle al pasar:
¡El hombre es del tamaño del compromiso que se le presenta!
Rodrigodeacevedo
09-11-2016 11:07
Gracias, J.J. Tienes toda la razón respecto al espíritu de amistad que da calor a este foro. Afortunadamente los controles y pruebas médicas quedaron atrás, quedando solo en molestias y temores. La vida sigue, aunque la inspiración no acabe de cuajar. Todo llegará. Un abrazo, amigo mío y que el "trumpazo" no os haga demasiado daño.
Jose Jesus Morales
09-11-2016 01:14
Gracias Rodrigo, sobre todo por alejarte de los exámenes y las batas blancas y los temores, por tumores y leer y comentar con tanto cariño.
No hay nada que nos detenga en esta cruzada de mantener vivo los afectos y lo hacemos a punta de textos.
Rodrigodeacevedo
06-11-2016 20:51
LAS CARGAS DEL CAMIONERO. J.J.
Comentario.
A veces los oficios, las profesiones, manifiestan facetas inesperadas, no previstas por quienes las ejercen o eligen. Este es el caso de un camionero que ofrece su vehículo para viajes esporádicos que pueden implicar peligros y sufrimientos imprevistos. Pero son tiempos difíciles y quienes mandan exigen. La capacidad de elección es muy limitada.
Muy bien resuelto el "tempo" y la puesta en escena de este relato, casi cinematográfico. Otra pequeña obra maestra para añadir al curriculum de nuestro compañero.
Rodrigodeacevedo
06-11-2016 20:41
UN DIÁLOGO ES POSIBLE.- J.J.
Comentario.
O cómo la confluencia de dos líneas paralelas es posible. Creo que J.J. escenifica en este corto e intenso relato algunas vivencias propias. Todos, alguna vez, en este convulso mundo hemos vivido algo parecido. El último franquismo en España fue marco propicio para este tipo de andanzas. Dos personajes, dos trazados desde el mismo país, desde una geografía común, que confluyen finalmente en las calles alborotadas (y de alguna forma alborozadas) de una ciudad que reclama libertad. La revolución, que tantas esperanzas concita y tantas traiciones sufre. En Venezuela, en Brasil, en España... Me ha gustado mucho la estructura geométrica y limpia del relato y tu lenguaje conciso y rico. Te felicito, J.J., por tu constancia en enriquecimiento de nuestro pequeño foro. Ni siquiera los éxitos que disfrutas en "el otro" te tuercen la vocación rayuelista.
Rodrigodeacevedo
06-11-2016 14:27
LA HUÍDA.- J.J.
Comentario.
Con dura prosa realista, pero no alejada de la magia de los maestros caribeños, nos narra J.J. un episodio que todos recordamos, vivo todavía, en el que entrecruza la violencia de la naturaleza de aquellos bellos países con la humana, desalmada, violencia de algunos de sus habitantes. Los desaforados embates de una naturaleza -no sabemos hasta que punto irracional- paralelos y sumados a los desmanes de fanáticos irracionales, estos sí, que arrinconan y precarizan la plácida existencia de quienes quieren vivir en paz. Bello, aunque descarnado relato, J.J.
Jose Jesus Morales
06-11-2016 03:36
Gracias por el apoyo y a escribir, que completamos las siete palabras.
Aljibe.
Cauces.
Exultante.
Inconmensurable.
Palacio.
Obituario.
Vitral
Rodrigodeacevedo
05-11-2016 19:47
Cierro la tanda (casi no llego) con la última palabra de la quincena (o mensena, que ya me he perdío...)
ALGIBE Del ár. hisp. alǧúbb, y este del ár. clás. ǧubb.
1. m. cisterna (‖ depósito subterráneo de agua).
2. m. U. en aposición para indicar que lo designado por el sustantivo al que se pospone sirve como depósito destinado al transporte de un líquido. Camión, buque, vagón aljibe.
3. m. Embarcación acondicionada para el transporte de agua dulce.
4. m. Mar. Cada una de las cajas de chapa de hierro en que se tiene el agua a bordo.
5. m. Col. y Ven. pozo (‖ perforación para buscar agua).
6. m. desus. Cárcel subterránea.
bóveda de aljibe
En mi ciudad natal, Cáceres, donde tanto quiero, existe un algibe que junto a otro en Constantinopla son únicos y patrimonio de la Humanidad. Sirva esta palabra de homenaje a mi tierra ausente.
Don J.J.: tiene usted servido el florilegio de palabras para los relatos.
Estela
04-11-2016 23:55
Mirá vos todas las acepciones que tiene PALACIO y una tan tranquila ,pensando es la "casa de los reyes y de los príncipes"...jaja!
CAUCES:
1. Lecho de los ríos y arroyos.
2. m. Conducto descubierto o acequia por donde corren las aguas para riegos u otros usos.
3. m. Conducto, medio o procedimiento para algo. Buscaron nuevos cauces de entendimiento.
PALACIO
. m. Casa destinada para residencia de los reyes.
2. m. Casa suntuosa, destinada a habitación de grandes personajes, o para las juntas de corporaciones elevadas.
3. m. Casa solariega de una familia noble.
4. m. En el antiguo reino de Toledo y en Andalucía, sala principal en una casa particular.
5. m. desus. Sitio donde el rey daba audiencia pública.
dar palacio
1. loc. verb. Entre los tiradores de oro y plata, hacer pasar los alambres por alguno de los agujeros de la hilera.
echar a palacio algo
1. loc. verb. coloq. No hacer caso de ello.
estar alguien embargado para palacio
1. loc. verb. coloq. U. para excusarse de hacer algo por suponer ocupación precisa.
hacer alguien palacio
1. loc. verb. Hacer público lo escondido o secreto.
hacer, mantener, o tener, palacio
1. locs. verbs. Conversar festivamente por pasatiempo y corrección.
Hace tanto que los tengo abandonados que no logro recordar mi contraseña para entrar