| VAMOS A CONTAR HISTORIAS |
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| Rodrigodeacevedo |
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Pues por fin llegó mi aportación. Tarde, pero seguro.
¿SUEÑO O REALIDAD?
Hace tiempo leí un excelente relato de Hermann Hesse, “Rastros de un sueño”, un conjunto de doce , cuyo título se corresponde con el del primero de ellos, en los que recrea vivencias, experiencias y todo un mundo interior propio de un escritor de su talla. Apenas recuerdo sus argumentos por lo que este sueño, o asunto onírico al que hoy me enfrento habrá de hacerlo sin asideros ni referencias. Bien es cierto que aquel relato hessiano es una declaración de impotencia, de limitación, de reducción del artista, en este caso escritor, a sus meras potencias humanas, nada de encumbramientos olímpicos.
Y así, con esta cura previa de humildad, referenciada en la de un gran escritor por el que siempre he sentido una gran admiración, trataré de hilvanar algunos párrafos con los que superar este nuevo reto quincenal.
El día, como casi todos los que le habían antecedido y, seguramente, como todos los que le sucederían, había sido terriblemente monótono y aburrido. Un amorfo animal gris moviéndose en el interior gris de una jaula limitada por paredes grises y un techo que desde hacía ya algún tiempo, era el cielo gris y plomizo de aquel territorio sombrío. Parecía que el tiempo atmosférico y con él mi devenir en este lugar se hubiesen ido diluyendo en una bruma grisácea, en la que se anulaban las dimensiones físicas. Era, parecía, como un aislado momento indefinidamente extendido, sin alteraciones ni cambios de perspectiva, ni que pareciese tener solución de continuidad con acontecimientos futuros.
Y sin embargo yo era consciente de que a lo largo de ese tiempo intemporal sucedían cosas, latía la vida en otros cuerpos o almas, la Historia seguía con sus azares y eventualidades. Pero yo había sido excluído (o yo me había excluído por algunas razones que no podía ahora concretar) de participar en ellos.
Una sucesión de acontecimientos, al parecer interminable, pero no infinita puesto que yo mismo soy un ser finito, pasaban por mi lado sin el menor roce, sin que produjesen en mi cotidianidad la menor alteración. Ni ruido de timbres, ni teléfono, ni la indecorosa intromisión de la radio o la televisión en mi intimidad. Yo vivía solo con mis ensoñaciones y mis libros y de ellos apenas salía para ejercer las funciones propias que me permitían seguir físicamente vivo ¿Vivo? Si a un vegetal puede llamarse ser vivo (y lo es) yo era un vegetal que apenas necesitaba más que una atmósfera respirable para vivir. Aunque forzosamente estaba vinculado a una cierta profesión que no me satisfacía en modo alguno.
El final de uno de aquellos espacios temporales a los que ningún reloj, campana de iglesia ni ningún otro sistema de medición del tiempo acotaban, tan sólo ese reloj biológico que determinaba el momento de mis comidas, de mis abluciones, de mi retirada hacia el sueño inalcanzable, cuando el pedazo de cielo que entreveía a través de la atmósfera brumosa que me servía de techo se llegaba a oscurecer mis cansados ojos, resecos, con sus lacrimales áridos e improductivos, pedían un poco de oscuridad más intensa. Y entonces un extraño sopor se apoderaba de mí, una cierta laxitud relajaba mis tensos músculos y... dormitaba. “... eran ellos aunque no los conocía, o no los recordaba. En el húmedo sótano en obras, había que transitar sobre montones de barro, entre materiaeles apilados, esquivando máquinas y extraños aparatos con los que al parecer se estaba construyendo aquel extraño edificio. Me incorporé al grupo pero nadie pareció advertir mi presencia, aunque había sido convocado en mi calidad de experto en cimentaciones especiales. El sótano en obras estaba pobremente iluminado por algunos focos electricos. Rampas, suelos a diferente nivel, amontonamiento de escombros y sobrantes de excavación, hacían dificil situarse respecto al conjunto de la obra. Recordaba vagamente haber dejado mi coche (¿ o había venido en autobús?) en el rincón de un garaje situado en algún nivel superior...”
Un fuerte estremecimiento me hizo volver al mundo real, a aquel otro mundo en el que los objetos adquirían formas, en el que el aire casi sólido me transmitía algún frescor y un cierto aroma de flores. Me había adormilado sobre el libro que estaba leyendo, como era habitual en mí. Como si el mundo interior de aquel libro me absorbiese y me incorporase a su virtualidad. La parte anímica de mi cuerpo se desprendía de su materialidad y se adentraba en aquel otro conformado por las letras, los párrafos, las ideaciones de “el otro”. Yo vivía hace tiempo en “otros”, de los que desconcía todo, todo salvo los mundos a los que me llevaban con sus creaciones. “... alguien propuso aplazar la reunión para después del almuerzo. Había un cierto restaurante próximo en el que eran muy bien atendidos...todo en ese ambiente siniestro de semioscuridad y aparente ruina en el que nos encontrábamos. Pero las palabras que se pronunciaban no tenían sentido alguno para mí, eran como ecos vacíos de ruidos extraños, ajenos a aquella situación ...” Hambre; sentía un hambre atroz, no recuerdo cuando fue la última vez que comí algo, ni que compuso mi ingesta. Esa fue la razón, el hambre animal, que me desveló. Porque esas eran las llamadas de atención que eran activadas por las necesidades fisiológicas; todas incardinadas, entrañadas, en mis sueños o duermevelas. Naturalmente mi frigorífico estaba vacío, desprovisto de todo alimento que mínimamente me resultase apetitoso y reconfortante. Y a estas horas, a las horas que yo suponía que eran, todos los establecimientos de los alrededores estarían cerrados. Pero... ¿hasta qué punto mi realidad era la realidad “real”, aquella cuyas dimensiones y pautas definían y ajustaban la actividad de los hombres? Hacía ya tiempo, una duración de tiempo indefinible para mí, en la que no sabía si vivía en un sueño o soñaba mientras vivía. “... subí a través de una de las rampas de barro hacia una plataforma más elevada, en la que suponía debía encontrarse mi coche (de nuevo la duda: ¿había venido en coche o en autobús? Recordaba amplias avenidas, bloques de viviendas de apariencia lujosa, comercios con bellos escaparates muy iluminados. Creía recordar aquellas calles, aquella ciudad; pero no sabía si estaba allí de paso o ciertamente vivía en ella. Los amplios cruces de las calles me resultaban familiares, aunque no sabría situarlos respecto a mi área habitual de residencia...” Me revolví inquieto en mi cama; sobre mí, a través del lucernario del techo, el cielo plomizo amenazaba lluvia. Miré el reloj pero recordé que hacía tiempo que no funcionaba; siempre olvidaba recargarlo y actualizar la hora. Había perdido ya el sentido de los días y de las horas. Vivía en un sueño que ni siquiera era un verdadero sueño; una especie de realidad adimensional me servúa de marco difuso e indefinido en el que se desenvolvía mi ¿vida, mi sueño? Cogí nuevamente el libro que eestaba leyando, “Antología de cuentos fantásticos y de terror”, de Jorge Luis Borges,Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, una edición en rústica antigua y bastante deteriorada. Me apetecía leer este tipo de literatura que además de una temática muy afín a mi sensibilida de estos días, era fragmentada en cuentos disímiles; no tenía capacidad para la lectura continuada de una obra compacta. Abrí el libro al azar y leí: “Debo a la conjunción de un espejo y una enciclopedia el descubriniento de...” Enseguida me volvió la modorra, ese permanente estado de duermevela en el estaba sumergido permanentemente. Uqbar, Tlön... mundos fantásticos, creaciones de la imaginación poderosísima de autores tan venerados por mí. ¿Viviría yo en alguno de esos mundos extraños, disfraz de realidades inaccesibles para una una imaginación común? “...la garita del vigilante estaba frente a mi. No recordaba aquella planta que, efectivamente, debería pertenecer al garaje en el que dejé mi coche. El vigilante notando mi atolondramiento se dirigió a mí. ¿Su coche? Creo que lo he visto en la planta inferior, junto a la entrada de los trasteros... El pavimento color verde, las franjas habituales que definían los zócalos, las plazas de aparcamiento, todo me era reconocible y familiar; anduve el camino de regreso a la planta inferior, a través de escaleras de difícil diseño. Mi coche... pero ¿cómo era mi coche? No recordaba ni su marca, ni el modelo ni su color. Y desde luego, tampoco su matrícula. Anduve, anduve y una especie de terror, de vacío, empezó a apoderarse de mí...”
Alguien llamó a la puerta del apartamento contiguo. Insistieron algunas veces, pero nadie abrió. Me angustió la posibilidad de que pudiesen llamar a mi puerta. Tampoco abriría. He de bajar a la calle, necesito algo de comida, recuperar algo del contacto con esta sociedad que me rehaza y a la que visceralmente rechazo. Vivo en el centro más humano de esta gran ciudad deshumanizada; tengo a mi alrededor todos los establecimientos que necesito para una subsistencia casi eremítica. Los rascacielos, las áreas de negocio, los parques tan artificiosos y ausentes del sentido de la naturaleza, están lejos de mi vivienda. Apenas hay circulación rodada; tan sólo -y este es otro referente de mi rudimentario calendario- los fines de semana se producen aglomeraciones de gente que busca diversión y ruido. “ ...de nuevo en la calle, deslumbrado y aturdido por el contraste con el silencio y oscuridad del sótano; hemos dejado los asuntos que nos cnvocaron para una nueva reunión, aunque mi cabeza no ha registrado palabra alguna. Poco a poco los participantes se han ido disolviendo, se han desleído en el húmedo ambiente, tal vez sean ahora parte del fango del suelo. ¿Cómo recuperé mi coche? Lo ignoro, pero ahora estoy a punto de incorporarme al tráfico agobiante de esa parte la ciudad. Frente a mi enormes edificios cúbicos, con ventanas regularmente distribuídas, edificios sin estiulo ni personalidad, posiblemente bloques para oficinas. Próximo está el cruce con otra avenida de mayores dimensiones; y yo desconozco el camino a seguir hasta mi casa, en el recoleto centro de la parte antigua de esa ciudad, de la que tampoco conozco su nombre. Mi conciencia es una conciencia de pesadilla... giro a la derecha y me absorbe la vorágine del tráfico... Sin solución de continuidad me encuentro en mi domicilio. Un estado de calma y tranquilidad me abraza amorosamente...”
A través del lucernario compruebo que el cielo se va iluminando, aunque creo que la bruma sigue revistiendo los volímenes de la ciudad. Sobre mi mesa de trabajo algunas notas. “Hoy (¿hoy?). A las 10:00 reunión con X sobre el proyecto de Y. Comida con Z en H, a las 14:30” Las nieblas de mi mente me impiden asociar estas notas con mis actividades cotidianas. Proyectos, comidas de trabajo... Vagos recuerdos de mi estancia en el sótano en obras... Una realidad que no reconozco y qie se me aparece fragmentada, desencajada...soñada... ¿Estoy despierto? |
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| Jose Jesus Morales |
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Este es el texto que escribí, más o menos en el 2016, luego lo corregí y me quedó este. Ahora esperemos el que escribió Rodrigo. Una terrible parada El autobús de turismo se detiene en Culross, un pueblo anclado en el tiempo en alguna parte de Escocia, no estaba en el itinerario, pero una falla mecánica nos obliga a detenernos, al bajar del autobús de turismo y poner mis pies sobre la calle, la niebla que nos envuelve dispara un resorte en la memoria, son recuerdos a latigazos, evocaciones, instantáneas que logran deslumbrarme, destellos en la retina que no me permiten construir una historia, pero a cada paso confirmo mi presencia anterior en estas calles empedradas, me parece haber estado aquí mucho antes, en una época distante, en donde quizás mi nombre y mi condición eran otras. Nos hemos desperdigado por el pueblo en pequeños grupos, sin darme cuenta he quedado con un matrimonio suramericano y un mexicano que no se separa ni un segundo del IPAD, está más informado que el propio guía y nos anuncia con entusiasmo algún detalle insospechado de cada lugar que encontramos. Cada momento que paso en este lugar, cada rincón a donde miro me amenaza, siento que no soy bienvenido, comienzo a sentir un gran deseo de alejarme, de irme, de salir corriendo, es inevitable la sensación de miedo. Un miedo primitivo me arrincona sin motivo y por instantes me falta el aire, me sofoco, el miedo más allá de la razón me paraliza y a pesar del aire helado que sopla de la bahía me sudan las manos. Consumido por la sensación de espanto, de oscuros recuerdos lamentables, me pierdo toda la explicación geográfica que el mexicano nos comenta desde su informante electrónico, a duras penas sorteando el pánico logro hilvanar la historia de este pueblo que vivió tiempos de gloria y abundancia producto de la sal y el carbón. Por suerte son pasadas las 10 de la mañana, tropezamos con un Pub y acorralado por el susto que no termina de abandonarme, empujo la puerta. Temblando, con la boca seca pido un Brandy que bebo de un golpe y pido el otro sin darle oportunidad al barman de dejarme solo. El alcohol enciende la sangre que se dispara y recobro finalmente el aliento. En la calle, dueño de mis cabales y apoyado en los dos vasos de Brandy me encuentro de nuevo con mis tres compañeros casuales, llegamos a la plaza principal y para mi sorpresa, acostumbrado a ver únicamente próceres en las plazas, en esta han levantado un Unicornio. El miedo desapareció abrasado por el fuego del Brandy, pero se abrió una puerta que ignoraba, absorto en el unicornio traspaso un umbral inédito y siento por primera vez que fui otro, tuve una vida en este lugar, cumplí un destino. Estoy seguro de haber caminado por estas calles, de haberme guarecido de las inclemencias del tiempo en una de estas casas, diseminada en alguna parte de este pueblo mi impronta. Desde ese momento cada piedra que piso en esas estrechas calles de adoquines, cada fachada, sus diversos colores, la neblina que sopla desde el mar confundiendo las siluetas, y hasta el reloj del Monasterio y sus catorce campanadas me son conocidas, familiares, amigas. En los elevados riscos de la memoria, en las frágiles laderas del recuerdo, entre las grietas abiertas en roca sólida, en el rastro dejado por nuestras huellas indelebles, por esos pasos que aún resuenan en el eco del pasado, de improviso un relámpago, un destello incandescente enciende alarmas escandalosas, deslumbra y desnuda las certezas, deja al descubierto nuestra inmensa ignorancia, para señalarnos el desconocido y aterrador camino de las incógnitas, sus sorpresas, y el encuentro inevitable con una encrucijada en donde convergen inexplicablemente circunstancias escritas de antemano. Desde un primer piso oigo claramente los gritos de una mujer que pide ayuda, con desesperación implora clemencia. A mi lado el mexicano señala el edificio en donde he creído oír los gritos y afirma que allí encerraban a las mujeres acusadas de brujas. La voz de la mujer cambia el tono y lanza hirientes acusaciones de injusticia, amenaza con muertes atroces a quienes se han confabulado para perderla, para quemarla como bruja. Soy el único que logra oír los gritos desesperados de la mujer, siento que la amenaza es en mi contra, estoy completamente aterrorizado. En este estado prácticamente soy empujado por los otros tres turistas dentro de una mínima librería, no puedo sacarme los gritos de la cabeza, paralizado de miedo miro al matrimonio seleccionar algunas postales, el mexicano ha encontrado un libro de tapas oscuras y letras doradas que revisa con atención, yo me cruzo de brazos inmóvil. Las campanas del reloj de la Abadía anuncian las tres de la tarde, el mexicano ha encontrado un defecto de impresión en el libro, es una página en blanco, en ese momento se lleva las manos al pecho, suelta el libro y con sorpresa veo que el volumen que revisaba se escabulle, se pierde entre el desorden dejado por el mexicano al caer muerto.
Este relato está escrito a raíz de un texto, o micro cuento escrito por Julio Cortázar, que copio a continuación La Página Asesina En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere. |
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| Jose Jesus Morales |
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El revés de los dados Lobo camina con paso gastado sobre esta noche nubosa y sin luna, atraviesa de memoria por calles estrechas, esconde la lumbre del cigarrillo en el hueco de su mano, la navaja automática, de acero afilado, en uno de sus bolsillos y en el fondo de la mirada sus intenciones. No se permite una sonrisa, una alegría. Su pensamiento desborda resentimiento y rabia, un odio espeso le enturbia el futuro, ensucia las mañanas y le come el hígado. La cabeza en alto, la mirada al acecho, con el cigarrillo escondido en el hueco de la mano, Lobo le da una intensa chupada y sin detenerse, sin cambiar de paso, pegado a las paredes, bajo los interrumpidos aleros de los edificios continua su rumbo, su impostergable cita con su sino. Conoce perfectamente el camino y su destino. A esta hora Cristóbal Valenzuela festeja su efímera victoria en el El Castillo de Aragón, un oscuro bar del puerto. Se le calienta la sangre en las venas, el corazón bombea con más fuerza rencor, siente que se asfixia al recordar a su enemigo, pero no se detiene, ni cambia el paso. Inhala con más intensidad el áspero humo de su cigarrillo y lo expulsa lentamente, saca todo el humo de los pulmones, pero mantiene intacto el veneno del encono, que muerde el costado en donde guarda la navaja. Lobo sabe que a esta hora la Andaluza, la canalla, acompaña a Cristóbal Valenzuela. Ebria de placer se deja manosear y con labios encendidos, dientes amarillos de nicotina, lengua de víbora y aliento de alcohol barato se entrega con besos desesperados al capricho de la ocasión, de la oportunidad que se le ofrece. Valenzuela conquistó a todos con sus modales, con su acento extranjero, con las historias de naufragios y derrotas vistas en el cristal opaco de un destino incierto y con la actitud indiferente con la que acepta por igual la mano que le toca, ya sean triunfos o fracasos. Lobo no puede olvidar ese gesto de desprecio, cuando la otra noche, al tropezar los dados contra la esquina de la mesa, sobre el tapete verde, los dados que antes le sonreían le voltearon el triunfo, le negaron la victoria y con el aire de menosprecio que lo caracteriza, Cristóbal Valenzuela toma el dinero y sostiene a la Andaluza de la cintura. Inmóvil, como un espantapájaros, con el pulgar sobre el botón de la automática, Lobo espera en las sombras, en el silencio. El acero en suspenso, la muerte al acecho. Valenzuela sale del Bar y camina en dirección contraria, Lobo le da alcance y con la torpe cobardía que lo acompaña, acuchilla una y otra vez al hombre que lo humilló, las piernas sin fuerza suficiente abandonan a Cristóbal Valenzuela y con el mismo desdén, con la misma actitud indiferente que le conocen, Valenzuela tropieza contra el asfalto, contra la muerte. |
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| Jose Jesus Morales |
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Como todo lo que escribes es un cuento extraordinario, de una sutileza tal, que te lleva de la mano de sorpresa en sorpresa. Gracias por publicar de nuevo. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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Aquí dejo el relato del que te hablé, JJ OJOS NEGROS. Sucedió en un pueblo de Escocia, una noche silenciosa de otoño. Después de la cena en el pequeño comedor de la fonda donde se alojaba Tomás desde hacía cuatro días, salió a la plaza a respirar aire puro. El aire de la fonda estaba algo viciado. El poblado era un pequeño conjunto de casas del estilo del medievo, ordenadas de tal forma, que todas las calles partían de la plaza donde el edificio más importante era la iglesia. Quién sabe cuántas gentes habían transitado por aquellas piedras moldeadas por el tiempo que en aquellos momentos pisaba. Cuántos ejércitos habrían pasado por allí, cargando con su mayor gloria, o desastre. De día, no era distinto de cualquiera de los que inundan los mapas europeos con sus edificios de paredes de rocas sólidas, techos a dos aguas y balcones, en verano llenos de flores. Pero por las noches, ese pueblo presentaba una característica especial. Era invadido por una niebla espesa, impenetrable, que hacía imposible ver a más de tres o cuatro metros. Cuando salió de la hostería, notó que el propietario le miró con intranquilidad y se persignó disimuladamente. Lo tomó como muestra de una superstición pueblerina y se adentró en la plaza. A esa hora, sobre las diez, todo estaba en silencio. Sus pasos retumbaban contra las paredes, amplificando el sonido de una forma poco natural. La niebla todavía no era tan compacta como la había visto en las noches anteriores, por lo que sin dificultad se dirigió en dirección a la fuente. Se quedó allí un rato, en el cual se dejó ganar por un estado de ensoñación especial, como si su espíritu se encontrara en paz y vagara libremente mientras la niebla cubría el pueblo con su manto gris. Algo le rozó el codo. Miró a la derecha, pero no había nadie. Aunque hubiera jurado que unos dedos muy sutiles habían tocado su ropa. Al girar la cabeza al otro lado escudriñando en la niebla, la vio a pocos pasos. Un escalofrío producido sin duda por la sorpresa, le recorrió la espalda. Quizá era una turista que, como él, sentía una especial fascinación por el raro espectáculo que la naturaleza les estaba ofreciendo. Avanzó hacia él y pudo distinguirla con más precisión. Era una muchacha joven, aunque de edad indefinible. Su pelo negro estaba sujeto en una coleta. Su rostro no era el más bonito que había visto, marcado por un llamativo lunar oscuro en forma de lágrima junto a la comisura labial derecha, y su talle era más generoso que el que normalmente le atraía. Vestía con las ropas típicas de la zona. Concluyó que no era una turista. Creyó reconocer su rostro como si la hubiera visto con anterioridad, pero todas las mujeres de esos lugares se parecen entre sí, con sus faldas multicolores, sus pañuelos en la cabeza las ancianas, sus miradas penetrantes, y sus movimientos felinos. Caminó hacia la fuente y se detuvo junto a él, sin demostrar signos de que lo hubiera visto. Se inclinó hacia la fuente, y ayudada por su mano, bebió unos sorbos de agua. Se mojó la frente y el pecho, haciendo que su blusa se pegara a su piel. Se preguntó, todavía en uso de su razón, cómo era posible que aquella mujer fuera indiferente al frío que a él le calaba hasta los huesos y pudiera ir vestida de verano, mojándose la piel para refrescarse. Abrió la boca para decirle algo. No dominaba su idioma, pero hasta entonces no había tenido mayores problemas para hacer que le entendieran. Usando la mímica más que las palabras, le preguntó si tenía frío. Por primera vez dio señales de saber que él estaba allí. Giró la cabeza y lo miró. En sus ojos no pudo leer sor-presa o curiosidad por su pregunta. Al ver que insistió, arqueó un poco los labios y clavó sus negrísimos ojos en los suyos, dando un paso hacia él, que sin pensarlo, se quitó la chaqueta y se la ofreció, colocándola sobre sus hombros. La ráfaga de un fuego misterioso cruzó por sus ojos y para agradecer su gesto, acercó su rostro al de él, besando sus helados labios con los suyos, húmedos y tibios. Todo sucedió en pocos instantes. Al separarse, ella sonreía con malicia y picardía. La voz del hostelero le sacó de su excitan-te ensueño. Se giró un instante para verlo. Lo estaba llamando, pronunciando su nombre con su extraño acento. En su voz notó alarma, e intranquilidad. Al volver su vista a la muchacha, había desaparecido, como una sombra absorbida por la niebla. Encaminó sus pasos hacia la hostería, sin percatarse de que ella se había llevado su chaqueta, hasta que el hostelero, un hombre barrigón, con un bigote espeso y puntiagudo, le miró y volvió a hacer la señal de la cruz sobre su pecho. Al entrar, el calor que se escapaba por la boca de la estufa, templaba de tal forma el ambiente que no tardó en olvidarse del frío. El hombre le ofreció una copita de un aguardiente típico de la zona, un líquido amarillento que contenía la furia del fuego de todos los infiernos, que aquella gente tomaba sin parpadear. Tal era su grado de turbación, que apuró la copa de un solo trago. El hostelero sonrió, y le preguntó algo en su idioma. Creyó interpretar que estaba preocupado por la falta de su chaqueta, y él se dispuso a contarle lo que había ocurrido. Cuando comenzó, cambió de idea. Una voz dentro de él, le dijo que no valía la pena, que la muchacha había tomado su chaqueta con su consentimiento, a cambio de un beso como el que nadie en su vida le había dado. Confundido por su excitación, le susurró buenas noches torpemente en su lengua y subió la escalera hasta el piso superior, en dirección a su habitación. Vio que el hombre le siguió con la mirada, y por tercera vez en la noche se persignó, murmurando algo entre dientes que no pudo comprender. Entrar en su habitación, fue como traspasar el umbral de otro mundo. Como penetrar en un sueño vestido de brumas. Al lado de la puerta, en el perchero, colgaba su chaqueta. A sus pies, un sendero de ropas femeninas indicaba el camino hacia la cama, y pudo contemplar la silueta de la mujer de la plaza, con el cabello azabache suelto sobre la almohada y el cuerpo insinuando fascinaciones bajo la manta. Con un gesto de la mano, le invitó a unirse a ella. Se amaron el resto de la noche, como dos locos desconocidos que por fin encuentran un idioma común. Un dulce agotamiento le invadió cuando la madrugada anunció su proximidad. Despertó, estiró el brazo y no la encontró. Alarmado, abrió los ojos y comprobó que se había ido. Saltó de la cama impulsado por un presentimiento y comprobó con tranquilidad, que todas sus cosas estaban en su lugar. Eran las tres de la tarde. Su mirada se posó sobre algo que no estaba antes. Sobre la mesita de noche, había un libro abierto. Empezó a leer pero no entendía nada. Pasó la hoja y apareció una página en blanco. Súbitamente, la mujer apareció de la nada, sombría y delicada como un cristal, y lo besó con una brisa de mortal ternura. La oscuridad lo envolvió, y ya no pudo salir jamás de ella. El dueño de la hostería, lo encontró muerto y avisó a las autoridades. |
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Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas. |
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| Jose Jesus Morales |
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Un domingo diferente El domingo encontró a Ricardo Contreras en pijama y sin cepillarse los dientes. Como cada domingo, Ricardo pretende cumplir con la rutina de vagar por su departamento sin acercarse siquiera una sola vez a las ventanas, olvidar por un día la intensidad que llevan a cuestas las personas en la calle, intenta encontrarse en el silencio de su departamento. Meticuloso, destina estas horas en revisar el periódico, quiere encerrarse en su casa, alejarse de las calles, escapar del castigo que implica encontrarse con algún conocido y forzar una sonrisa, un incómodo saludo, la obligación de un gesto y tener que inventar compromisos para huidas desesperadas. Inicia la lectura de su periódico como de costumbre y en la página de los obituarios lo espera Alejandro Ontiveros, para romper con su rutina de los domingos.
Impredecibles acontecimientos lo fustigan y obligan la decisión de encontrarse por última vez con su amigo. Los recuerdos son inevitables, el pasado se hace dueño del momento y no tiene competencia con el presente y sus consabidas rutinas, ni siquiera, con la curiosidad de saber por ejemplo, que causó el final de Alejandro, ni tampoco, qué caminos recorrió su amigo desde que la vida se encargó de marcar rumbos diferentes. Escueta y precisa, la invitación es para aquellos familiares y amigos que deseen acompañar los restos de quien fuera en vida Alejandro Ontiveros. No tiene alternativa, la muerte no ofrece opciones. Ante la muerte son otros quienes se encargan de este último trámite, otros quienes invitan al sepelio, otros enfrentan el costo de este paso inevitable, otros quienes deciden y afrontan este gasto, coste que debe cancelarse de inmediato y sin demora. El negocio con la muerte es estrictamente de contado, no hay créditos, ni plazos, ni pagos posteriores, ni compromisos de palabra empeñada. La funeraria es modesta, está ubicada en un barrio pobre, cuenta con dos pequeñas salas y ambas están ocupadas, las urnas en el centro permanecen sin sellar a la espera del póstumo adiós, en el absoluto silencio eterno aguardan los cuerpos sin vida y alrededor, incómodas sillas plásticas arrimadas contra las paredes forman hileras irregulares. Ricardo Contreras asiste a este compromiso con la seriedad que obliga el duelo y el dolor ajenos. Entra a la sala y no encuentra ni un solo rostro conocido. Por momentos duda y piensa que se ha equivocado, pero allí está su amigo compuesto para este viaje sin retorno. Al mirar el rostro conocido, que ahora descansa ausente con los ojos cerrados, logra entre dientes una despedida sentida, llena de pena por los años de olvido, por estos afanes inmediatos que obliga la vida. Da unos pasos y se sienta, inmediatamente escucha a su lado una voz ronca que le da gracias por haber venido, por estar presente y en un intento de establecer un nexo sigue el hilo de un monólogo: -Es un milagro que Alejandro logre reunir para su despedida veinte amigos, el miedo y la violencia son los dueños de nuestras horas-. -Quizás no lo sepas, pero en esta ciudad ya no se velan los muertos, su última noche es la más oscura, se les niega la posibilidad de luz, se cierran las puertas con candados y se echan a la calle a los deudos por temor a los asaltos, a los robos, a los ataques de las pandillas-. Afuera un enjambre de motos se ha tomado las calles, insultos, gritos y el llanto vivo de las mujeres rompen la quietud de la muerte, intenta levantarse y el hombre lo sostiene, adelgaza las palabras hasta el susurro y dice: -afuera se ha encendido la venganza y la sangre de los inocentes también es roja y vale igual para su propósito-. Se oyen disparos, silba el plomo contra el viento en busca de corazones y el espanto de un grito incontenible abre una puerta enardecida. Un cuerpo se desangra. Las motos se alejan. Se ha cumplido una vez más la revancha, la injusticia del desquite, la imposición del odio. |
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| Jose Jesus Morales |
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Yo también, creo que fue una tarea del foro. Publicala de nuevo para recordarla y yo publico la que escribí, habrá qu pedirle a Rodrigo que también la publique. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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Gracias JJ. Los leeré todos. Curiosamente, tengo un relato ambientado en Escocia, e incluyo lo de la página asesina. |
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Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas. |
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| Jose Jesus Morales |
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Gracias Gregorio. Te recomiendo este link para que no te pierdas estos cuentos extraordinarios de Cortazar: https://ciudadseva.com/autor/julio-cortazar/cuentos/ Dos de los que me gustan más, son: Las lineas de la mano y La Página asesina. Espero que los disfrutes. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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Buena manera de recordar a Cortázar, del que solo he leído Rayuela y Casa tomada. Pero tú has dibujado al autor, loando el valor de ese libro que Alejandro casualmente encontró y lee con entusiasmo hasta el punto de integrarse en él y presentir que una mujer está a punto de arrojarse al vacío, y, conseguir salvarla. Buen trabajo. |
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Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas. |
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