LA REUNION
Habíamos sido convocados en la pequeña salita de la planta 56ª. Desde allí la vista sobre la ciudad moderna era realmente impactante. Un conjunto de edificios de alta tecnología, con formas audaces y materiales insólitos, casi de ciencia-ficción. Edificios-máquina, hechos por máquinas y para albergar hombres que eran máquinas, algunos proyectados por mí.
Detrás, en un segundo plano, casi en el fondo del abismo, con una iluminación que paracía irreal de puro natural, asomaban difuminadas por la atmósfera brumosa, como convocadas al olvido, las torres de la catedral y las antiguas iglesias de la otra ciudad, la ciudad de siempre, de la que todavía lloraba lluvias centenarias desde sus corroídas piedras.
-¿Qué tal, Pérez, viejo bribón? ¿Por fin te has animado a venir?
Mr. Magnusson, mi mejor cliente, parecía satisfecho de verme de nuevo. Como si se alegrase de mi renacer. Bien sabía yo que sólo era una máscara.
Le acompañaban tres hombres jóvenes, bien trajeados, con aspecto de altos ejecutivos; y, naturalmente, Betsy, la pieza de alta decoración que, además, ejercía de secretaria. Sus rotundas caderas quitaban cualquier resto de severidad a su elegante traje-sastre que, desde una generosa abertura en la falda, mostraba la esbeltez de sus espléndidas piernas.
- ¿Y, bueno, querido Pérez? ¿Animado con el nuevo proyecto?. Espero que este largo descanso haya disuelto tus traumas. Al fin y al cabo, sólo fue un accidente. Un lamentable error humano. ¿Recuperado del todo?
- Sí, Mr. Magnusson, agradezco su interés. Ya quedan únicamente cicatrices y algunas pesadillas. Entenderá que esto no es partir de cero.
Peo yo me encontraba flotando, como si navegara en una canasta a la deriva, un nuevo Moisés esperando la mano que me rescatase.
Los tres ejecutivos, quizá informados por Magnusson, parecían mirarme con una velada conmiseración. Empezamos a discutir el proyecto, pero yo no lograba entrar en el asunto. Mi mente se ofuscaba, se resistía. Mi instinto me hacía merodear fuera de la conversación, como impidiéndome caer en una trampa que, esta vez sí, podía resultar fatal. Lo achacaba al jet-lag; apenas hacía seis horas, en plena noche, había tomado el avión particular de Magnusson para acudir a la cita. Ahora volvía a ser de noche y yo necesita encontrar el botón que me permitiese desconectar.
Dentro de mi cerebro algo estaba tomando una turbulenta forma, como un ciclón en formación. Y estalló de repente: una lívida fantasmagoría de destrucción y de muerte: fuego, explosiones, gritos, aullidos de sirena, aullidos humanos, hervían en mi cabeza. Aquella supuesta maravilla de la arquitectura high-tech era un montón de chatarra ardiendo. Oía desde fuera voces incongruentes: protocolos, funcionarios “accesibles”, reducir costos, relajar controles….
No se si grité. Todos me miraban atónitos. Aquello era una ruptura en toda regla
- Magnusson, aquí te quedas con mi bazofia. Ya encontrarás a alguien más vacío que yo.
Llegué a la calle. Aire. Contaminado, pero aire. Lo aspiré con vehemencia y todo adquirió un brillo nuevo. Corrí como un niño feliz, tarareando una vieja canción, de cuando fui un joven arquitecto lleno de ilusiones; corrí por aquellas calles frías e impersonales hasta mi querida, cálida y maternal ciudad antigua. Ahora las torres de la catedral y de las vetustas iglesias brillaban con su propia luz, la que habían dejado en sus piedras los artesanos honestos, los arquitectos auténticos.
Ilust.: Víctor Enrich