Por alguna rara casualidad Estela y yo casi coincidimos en el tema de nuestros relatos. Puede que sea porque nosotros, de edades parecidas, vivimos en nuestros países infancias, si no difíciles, al menos muy diferentes a las que viven los niños de hoy. La carencia de facilidades materiales, en cambio, se suplía con ventaja con la humanidad de la convivencia y con los valores morales que entonces nos inculcaban nuestros padres. Por eso estos hermosos recuerdos. Felicidades, Estela, por tu bello relato.
CASA DE VECINDAD
Siempre he vivido en pisos de alquiler, en modestas casas de vecindad. Pero, siempre también, me he sentido extraño, sin afinidad alguna con el resto del vecindario. Por alguna especial circunstancia que nunca he querido analizar, mi presencia entre mis vecinos de escalera suponía una especie de anomalía. Percibía una especie de antipático respeto, como el que se dispensa a un superior impuesto pero no aceptado, como si yo fuese una excrecencia en la uniformidad de la humilde clase media que constituía el conjunto de las familias moradoras de la finca. Pero yo era pura clase media, puede que con algún matiz de distinción en mis modales y expresiones, debido tal vez (si es que así fuese) a mi familia de origen, ricos terratenientes arruinados por la guerra. Por eso trataba de pasar lo más desapercibido posible y no mantenía ninguna relación más intensa con ninguno de mis convecinos.
Sabía que entre ellos se organizaban pequeñas reuniones, festejos de cumpleaños, partidas de cartas que en el buen tiempo se prolongaban hasta la madrugada, etc. Nunca participé en ninguno de aquellos actos sociales ni fui invitado a ellos. A pesar de todo, cosas de la falta de intimidad de aquellas viviendas, conocía bastante bien los percances, pequeños o grandes dramas, situaciones de penuria o alegrías, de la mayor parte de las familias. Podría escribir todo un libro sobre sus vidas y obras; pero ya lo escribió Saramago en su último volumen “Claraboya”. Así que para no eclipsar al maestro prefiero seguir en mi dorado anonimato.
Justo frente a mi apartamento (entonces se llamaban erróneamente “pisos”) vivían los propietarios de la lechería del bajo, un modesto local, bastante destartalado, pero que a todos nos venía bien por su lo cercano, aunque la calidad de la leche que vendían no fuese, precisamente, de lo mejor. A todos nos constaba que la proporción de agua añadida era superior a la aceptable, pero al fin y al cabo eran vecinos y, en aquella época de estrecheces generalizadas, esas mismas carencias servían de elemento aglutinador y uniformizador de quienes las padecíamos. Evitábamos las disonancias y alborotos. Eran tiempos oscuros, en los que el miedo subyacía entre los suspicaces ciudadanos, siempre temerosos a la delación y al castigo.
El lechero era hombre tosco y malencarado, con una voz ronca y pastosa de bebedor de aguardientes de garrafón. Su mujer y las dos hijas del matrimonio eran víctimas obligadas de sus frecuentes accesos de malhumor y crisis etílicas. Pobres gentes. Los sábados por la noche, sobre todo, eran fecuentes los escándalos en el “piso” frente al mío; el lechero estaba desahogándose con su mujer atizándole la paliza correspondiente. A las hijas las respetaba más; ya eran mayorcitas y con sus trabajos, nunca manifestados, aportaban algo a la raquítica economía de la familia. Los motivos de las broncas eran todo lo fútiles o absurdos que se quisieran; ni siquiera eran necesarios. El lechero llegaba cargado de alcohol, con los ojos inyectados de sangre y al momento empezaban los gritos y los golpes.
Naturalmente ninguno del resto de vecinos se atrevía a intervenir. Era una casa ajena y la esposa, propiedad privada; y la regla por todos aceptada era que la propiedad privada se consideraba sagrada. Además, quien más quien menos, todos pecaban algo del mismo pecado. Las mujeres, en tanto que esposas, no eran un bien especialmente apreciado y, mucho menos, respetable. Al menos en el ámbito privado; porque de cara a la sociedad, a nadie se le ocurriría el menor menosprecio hacia ellas.
Yo, en aquella época, estaba soltero; vivía solo y en raras ocasiones me procuraba alguna compañía femenina, siempre con la mayor discreción. Puede que esa fuese otra de las razones para mi apartamiento social en la vecindad. Un hombre, soltero y joven, pensaban que con suficientes recursos económicos... ése no es de los nuestros. Qué equivocados estaban. Si ellos supiesen mi verdadera vocación, mi historia oculta... Pero no era entre ellos, al menos por ahora, donde se encontraba el campo de mi acción revolucionaria. Ya les llegaría el momento. Aunque para entonces la esposa del lechero tal vez no pudiese escuchar ya la palabra liberación.