Amigos y amigas, compañeras y compañeros escritores.
Últimos días para publicar relatos. A partir del lunes día 11, solo comentarios.
Saludos.
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.
Jose Jesus Morales
07-11-2013 14:34
El Acaso en el Ocaso
Hay señales que observamos sin comprender, pistas que se iluminan ante nuestros ojos miopes incapaces de ver más allá de las fronteras convencionales, indicios que nos señalan que camino tomar en determinado momento, signos que nos muestran la conducta a seguir ante ciertos acontecimientos, pero ignorantes y prepotentes desconocemos los avisos, no prestamos ninguna atención y nos colocamos en desventaja contra las amenazas del destino implacable, asumimos riesgos innecesarios con un desconocimiento absoluto de las leyes que rigen el acaso.
Me gusta el mar desde la orilla, ver las embarcaciones deslizarse graciosamente sobre el agua, mantenerse a flote y avanzar contra las olas, mirar esa hermosa postal de un mar atravesado de barcos, con la gente asomada a las barandas saludando, mirar sin asumir riesgos. Debo confesar que respeto profundamente esa masa de agua en constante movimiento, que además le temo, me da pavor no sentir la tierra bajo mis pies, entro en crisis si siento por un instante que me hundo, nunca pude aprender a nadar. Quizás este pánico provocó mi desinterés en conocer la jerga marinera, desconozco los códigos de este lenguaje que parece universal: Proa, popa, estribor, babor, eslora, amarra, vela, son palabras que no tienen sentido práctico para mí y en cambio son indispensables para moverse en una embarcación y de esto no te percatas hasta que estas en medio del mar.
Mi esposa ganó unos boletos para visitar una isla nudista en promoción de todo incluido, su entusiasmo me empuja a esta aventura aunque pienso: a nuestra edad el cuerpo no nos ayuda para enfrentar esta hazaña, las carnes nos cuelgan, donde no sobra grasa falta músculo, lo único firme en nosotros a estas alturas es la voluntad de mi mujer, me entrego a este viaje con resignación, únicamente por ver su satisfacción cuando le comente a sus amigas.
Poco había que preparar, pero no es fácil tomar la decisión de los zapatos adecuados y este detalle nos hizo perder el crucero, mi esposa quería ir a toda costa y encontré quien nos alcanzara en una lancha rápida al crucero de nudistas aventureros.
Apenas puse los pies en la lancha, pedí con temor un chaleco salvavidas. Con una sonrisa ese hombre curtido de sol y de sal con aires de capitán de Goleta nos entregó los chalecos y dijo: abróchenlos bien, nunca se sabe cuándo caeremos al agua.
La lancha salió del embarcadero persiguiendo la estela del crucero, yo intentaba no terminar en el agua, apenas se desdibujo la costa nuestro capitán dio un grito, soltó el timón y se agarró el pecho, por encima de mi miedo di un salto y logré sujetarlo para encontrarme con sus ojos sin luz, supe que estaba muerto, que su corazón lo abandonó en el suspiro de una ola.
Haz algo dijo mi esposa, debemos alcanzar el barco, yo quería quitarme esos ojos congelados de encima y comenté: nunca supe manejar en el agua, esperemos que alguien nos rescate. No debe ser tan difícil insistió mi mujer, tiene que ser más fácil que manejar en la ciudad, aquí no hay contra quien chocar y agarró el timón con decisión, en unos minutos había puesto en marcha el motor y nos deslizábamos con torpeza en el agua y de pronto la lancha chocó contra la punta de una roca sumergida en el agua.
El cuerpo del capitán sin nombre se hundió en las profundidades de ese mar tranquilo y dulce justo a la hora del ocaso y nosotros estamos flotando con nuestros chalecos salvavidas a la espera de la misericordia.
OMAR
05-11-2013 16:40
Anoche estuve mirando el relato y vi cosas que no me cerraban (al final), por eso lo pongo ahora editado. Disculpas.
La pérdida
—¡Qué no, qué no!
—Sí podemos Miguel, es mucho dinero. Esa tormenta se ve bien lejos, nos alcanza para llevarlos y con suerte, hasta regresar.
Casi veinte minutos duraba ya la porfía. Miguel y el primo tenían razón: las dos parejas habían ofrecido una buena cantidad por cruzarlos el Mar Caribe hasta el norte de Las Bahamas; y al mismo tiempo la tormenta señalada por Miguel se observaba bien poderosa.
El capitán tomó la decisión de disuadir a los científicos, asustándolos. Pero nada, la necesidad de culminar sus estudios marítimos del área y completar la información recogida, los mantenía firmes.
—Podemos pagarte más —al mismo tiempo que lo decían sacaban sus billeteras, gesto que no quedó al margen de las miradas de Miguel y su primo, que de inmediato se callaron, dejando al jefe como principal actor en la escena.
El dinero definió la balanza:
—¡Suban rápido el ancla y suelten las amarras! Vamos a salir enseguida.
La eslora del yate no sobrepasaba los quince metros, pero la tripulación se sentía orgullosa de él. Tenía un solo camarote; otro argumento que esgrimió el capitán y que tampoco surtió efecto.
—Desde que ella vio a «Carmita» me pidió que los convenciera.
—Tiene la misma figura de todos los barcos, pero es diferente —decía la hermosa rubia mientras caminaba por la cubierta a medida que se alejaban de la costa.
La otra pareja permaneció un buen rato en silencio, observándolo todo.
Miguel, al timón, tampoco había dicho nada; sin embargo el primo no paraba de hablar; incluso logró colocar un carrete de pesca en las manos de cada hombre; ubicándolos en la popa del yate.
Se desarrollaba un viaje tranquilo; las cuatro personas haciendo muy buenas migas con toda la tripulación. La rubia maniobraba el timón del yate, y las piezas capturadas crecían en cantidad y tamaño.
Una fuerte ola del este golpeó a «Carmita» y todas las miradas se cruzaron en un segundo; los cuatro científicos asustados y los miembros de la tripulación sorprendidos porque sabían que esa ola perdida no presagiaba nada bueno.
Poco tiempo pasó para que llegara la segunda…, y la tercera. El grito de las dos mujeres puso a todos en vilo.
—Pensamos que se partía el mástil.
—Es mejor que ustedes cuatro bajen al camarote antes de que la lluvia arrecie.
—¡Te lo dije c…! —le gritaba Miguel a su primo— ¡Y tú lo sabías también! —le increpaba al capitán.
—¡Aseguren lo indispensable! ¡Miguel, coloca a «Carmita» en línea con las olas, no tenemos posibilidad de vencerlas de frente!
No era la primera tormenta que enfrentaban, pero en esta ocasión cuatro vidas dependían de ellos. Cada uno sabía qué hacer y los tres confiaban en salir de esa; pero llegó lo inesperado:
—¡Está entrando agua por el camarote! —dijo uno de los hombres que subió desesperado a la cubierta.
—¡Baja Miguel! ¡Ve con él! —ordenó el capitán.
Casi al instante estaban los dos de regreso:
—¡No hay nadie allá abajo! —gritó Miguel.
El mar se los había tragado como hacía ya con «Carmita». La oscuridad, el agua, el miedo; todo lo terrible dominaba el momento.
—¡Salten al agua y naden bien lejos del barco, que se hunde!
Esa orden del capitán quizás nadie la escuchara. Después su mente quedó en blanco, o en negro. Hasta sentir unos golpes fuertes en los hombros.
Cuando abrió los ojos estaba rodeado por los restos del yate y más o menos diez personas. Ellos esperaban a sus cuatro amigos, pero nunca tuvieron en cuenta la posibilidad de un ciclón tropical en el momento del encuentro, y habían perdido a los últimos compañeros que debían recoger, y toda la información
El capitán los vio alejarse apurados, el portal ya casi se cerraba.
«...solo el amor convierte en milagro el barro...»
S.Rguez
Rodrigodeacevedo
05-11-2013 12:19
Nota.- Con las debidas consultas previas y la autorización de “la superioridad” presento este relato en tres capítulos, como si de tres relatos independientes se tratase. El argumento, propuesto por mí, creo que se presta a esta excesiva amplitud del texto. Una aventura en el mar, con su naufragio y todo, es difícil de resumir en setecientas palabras. Al menos para mí. Mi idea cuando propuse el tema era que se preparasen los textos con una labor de documentación previa, labor que tendría la doble vertiente de ser disfrutada por el autor y proporcionar al lector unos conocimientos, siquiera elementales, sobre un asunto no demasiado divulgado. Por último pido a mis compañeros argentinos o chilenos, así como a aquellos que tengan conocimientos de la vida en la mar, que sepan disculpar las posibles y múltiples “irreverencias”, inexactitudes o licencias que, inevitablemente, ha de tener mi texto, documentado en el google y en la wicki, así como en los recuerdos que mi avidez juvenil como lector de este tipo de aventuras me han dejado. Gracias a todos.
TRAVESÍA DEL INFIERNO
¿Porqué me llaman “Mijito”? Esta es la dramática historia.
Cap. 1.- Los preparativos.
Desde la terraza de nuestro albergue, un modesto y viejo hotel, construído precariamente con maderos provenientes de pecios de sucesivos naufragios, en un suave atardecer de finales del verano, contemplábamos las aguas negras, extrañamente calmadas, y las rocas de la costa. Éramos un grupo de compañeros accidentales; nos habíamos conocido haciendo un recorrido senderista por las abruptas sierras patagónicas y en nuestras charlas de sobremesa a alguno se le ocurrió prolongar la aventura con una travesía en barco rodeando el Cabo de Hornos; un recorrido circular desde Punta Arenas, saliendo al Océano Pacífico a través del Estrecho de Magallanes, costear después toda la Tierra de Fuego y ya desde el Océano Atlantico, llegar a tierras argentinas, posiblemente hasta Río Gallegos, junto a las desoladas tierras volcánicas del Parque Nacional de Pali Aike.
Éramos un grupo de gente jóven, joviales y aventureros; después de los arriesgados recorridos por aquellas caóticamente bellas y solitarias tierras del fin del mundo (todavía la masificación turística no había comenzado) pensábamos que nada sería imposible a nuestros ilusionados esfuerzos. Disponíamos de dinero y ni nuestros trabajos ni los compromisos familiares nos apremiaban el regreso. Así que hasta allí habíamos llegado, en nuestro destartalado Dodge, heroico e intrépido como nosotros, hasta el final de la chilena Ruta 9, pasado Punta Arenas.
Nos habían facilitado un nombre y una dirección de alguien que podría encargarse de fletar un barco y dirigir la expedición. Y allí estaba “él”, el “Erebus”, un velero de dos palos que sería el encargado de consumar con nosotros la aventura. El barco ya había “aparecido”; una goleta de aspecto algo astroso, pero muy marinero; un navío con una cierto sello de nobleza. Al hombre lo estábamos esperando.
Yo entendía algo de barcos (papá tenía su pomposo velero amarrado en el puerto deportivo de V.) y fui el encargado de informar sobre la oferta. Mientras esperábamos, distraídos, contemplábamos la increíble belleza del atardecer sobre la costa rocosa al otro lado del Estrecho, en la cual multitud de cormoranes, albatros y algunas pequeñas colonias de pingüinos pululaban junto al mar.
Un crujido de las tablas que formaban el pavimento de la terraza nos advirtió de la llegada de alguien. La presencia de aquel hombre ya nos debió disuadir de seguir adelante con el proyecto: un enorme ser, de cerca de dos metros de altura, ancho como un armario y con un rostro... La cara, de color del barro viejo, estaba surcada por una enorme cicatriz que la recorría desde la comisura izquierda de su boca hasta perderse bajo el parche negro que ocultaba lo que sería un ojo vaciado, deformándola con una sonrisa forzada y siniestra. Se presentó como Walter, el Turco. Yo precisé: “¿El Tuerto?”. “No, mijito, no: El Turco.” Su voz, sin embargo, era suave y amistosa. Hablamos de nuestra idea y él pareció aceptarla sin objeciones. “Mañana bajaremos a inspeccionar el barco” dije yo. “Del barco respondo yo - respondió Walter, ahora la voz era más enérgica y severa- Si me aceptáis a mí ése será el barco. No habrá otro.” Creí más prudente callarme.
Con las primeras luces del día bajamos hasta la rada donde fondeaba la goleta. Walter nos esperaba con un café recién hecho, que se agradeció. Pronto me percaté que las condiciones de aquel veterano de los mares eran más bien precarias. El barco disponía de dos palos, prolongados por masteleros. El velamen aparente era un foque, dos velas de estay y la cangreja, recogida sobre la botavara.
Las jarcias y los aparejos se veían deshilachados; las amuras y el castillo hacía siglos que no conocían el barniz ni las pinturas de protección. Las velas estaban plegadas, sin posibilidad de comprobarlas. Estaba equipado, asimismo, con un motor auxiliar y un pequeño bote tipo zodiac para los acercamientos a costa.
Recorrimos el interior, lúgubre y húmedo, pero que con algún equipamiento y mucha buena voluntad serviría para acogernos. Traté de hacer alguna observación, pero la imponente presencia de Walter y una amenazadora mirada desde su ojo sano me hizo desistir. No fue difícil llegar a un acuerdo. Un alquiler no muy elevado y el barco y su patrón estarían a nuestro servicio durante aproximadamente diez días, plazo que estimó Walter para realizar la travesía. Convinimos la fecha de salida una semana más tarde, una vez abastecido el barco de alimentos, combustible y equipamiento personal, que correrían por cuenta nuestra, así como los gastos extras.
Rodrigodeacevedo
05-11-2013 12:17
TRAVESÍA DEL INFIERNO.
Capítulo 2.- El desastre
Durante aquellos días previos Walter dedicó varias horas diarias a “prepararnos” como marineros básicos. Familiarizarnos con los términos y uso de cada elemento del buque, maniobras de izado y recogida del velamen, puesta en marcha del motor auxiliar, nociones de navegación de las que todos carecíamos. Fueron días apasionantes en los que empezamos a vivir una experiencia nueva, aunque sólo en su parte más lúdica, como pronto tendríamos ocasión de comprobar. Zarpamos por fin una madrugada fría, a las primeras luces del alba. El tiempo estaba tranquilo y el mar, insólitamente, como un negro espejo. Walter nos dirigía con energía e inteligencia. Salimos al Estrecho de Magallanes y viramos hacia el NO, dirección al Pacífico. Pronto nos habituamos a las maniobras elementales de la navegación y Walter dirigía el rumbo con gran precisión.
Navegábamos por el centro del Estrecho, frente a las accidentadas costas de Isla Clarence; el plan de viaje preveía que llegásemos al anochecer frente a la Isla Carlos III y hacer noche al abrigo de una rada segura que Walter decía conocer. A ambos lados del Estrecho, las cumbres nevadas de los cerros parecían recibirnos con amable cordialidad. Las noticias sobre el tiempo y el estado de la mar que recibíamos a través del rudimentario equipo de radio eran, hasta entonces, tranquilizadoras. Agotados por los esfuerzos y las emociones de aquel primer día de viaje nos dispusimos a dormir. Nunca olvidaré aquel cielo maravilloso, limpio, profundamente negro, cuajado de numerosas y brillantísimas estrellas, que se contempla en el Hemisferio Austral. Orión, majestuoso, con su refulgente Betelgeuse, Sirio, la Cruz del Sur; todo un cúmulo de maravillas apenas entrevistas por nosotros durante la travesía de las tierras patagónicas y, desde luego, desconocidas en nuestro hemisferio norte.
Al amanecer del día siguiente el cielo apareció anubarrado, amenazador, y el mar algo movido. La costa era mucho más agreste, con las nieves en las cumbres próximas. Al parecer, según nos indicó Walter, se esperaba un fuerte empeoramiento meteorológico, aunque seguíamos protegidos por las costas del Estrecho. En dos días pretendía llegar a la Isla Pacheco y allí decidiríamos. Aquel día el mar ya dio noticias de hasta donde podía llegar su bravura. Olas enormes, vientos casi de huracán, frío intenso fueron las pautas del día. Navegábamos casi sin velamen; apenas el estay de proa y la cangreja a medio izar, porque Walter quería reservar el combustible y utilizar lo menos posible el motor auxiliar, pero los fuertes vientos impedían utilizar todo el trapo necesario . En Isla Pacheco repostaríamos si encontrábamos combustible en el antiguo asentamiento pesquero que allí existe, un conjunto semiderruído de galpones y barracones de madera y chapas de hoja de lata, que en estas latitudes constituye un verdadero oasis.
A medida que avanzábamos y se ampliaba la anchura del Estrecho, el estado de la mar iba empeorando. Debíamos estar, según los mapas, frente al profundo fiordo a la altura de Cerro Ladrillero, que no alcanzábamos a distinguir, oculto por las negras nubes bajas. El estado de la “tripulación” era lamentable: vómitos, mareos, desfallecimiento y nuestra moral por los suelos. Tan sólo Walter permanecía impasible, moderando sus órdenes y tratando de llegar a todo. Pero no podíamos acercarnos a la costa debido al mal estado del mar y a los arrecifes riscosos y cortantes que la bordeaban. Entre tanto el mar y el viento habían comenzado a producir los primeros estragos. Un obenque del mastelero de proa se había partido y la vela apenas cargaba; la fuerza del oleaje había arrancado parcialmente la amura de estribor y amenazaba con llevarse los elementos salientes de la cubierta; las escotillas no cerraban herméticamente y gran cantidad de agua se acumulaba ya en el sollado, deteriorando nuestras provisiones. La situación comenzaba a ser angustiosa. El aparato de radio no conseguía conectar con alguna unidad de socorro y, además, no disponíamos de instrumentos de localización. Atados con cordajes a los mástiles para impedir que el mar nos arrastrase, inutilizados por nuestro estado físico, sólo el ánimo de Walter nos dejaba algún resquicio de esperanza.
Y la mar seguía empeorando. Si al menos pudiesemos llegar a Isla Pacheco, desde allí, con el tiempo más sereno, algún helicóptero o equipos de salvamento de la Armada chilena podrían ayudarnos. Pero según los cálculos de Walter quedaban aún diez horas de travesía. Entre tanto la noche había comenzado a caer; la oscuridad se iba haciendo densa, impenetrable. No teníamos luces de señalización y en la costa no se veían rastros de iluminación. Tan sólo el faro de Isla Pacheco, todavía lejano, nos podría orientar, pero, de momento, los esfuerzos de Walter se centraban en evitar la aproximación a la costa. Y la fuerza del viento y la intensidad del oleaje iban en aumento. Un tremendo crujido nos hizo estremecer a todos. El palo de mesana se había partido a media altura y las drizas que sujetaban la botavara de la cangreja se agitaban como látigos enfurecidos. El palo de la botavara, con la vela cangreja aún sujeta por varias escotas, barría la cubierta arrastrando todo lo que encontraba en su recorrido. Allí perecieron el Negro Juan y Armando, dos jóvenes uruguayos que participaban en la expedición.
Rodrigodeacevedo
05-11-2013 12:14
TRAVESÍA DEL INFIERNO.
Capítulo 3.- El desenlace.
Parecía que nuestro destino ya estaba decidido. La tragedia se iba a consumar con el más horrible de los desenlaces. El viejo “Erebus” había cumplido su última singladura y nosotros con él. El naufragio parecía inminente; todo dependía de la habilidad de Walter para mantener alejado el buque de las escolleras de la costa. Pero parecía que el viejo lobo iba a rendirse. El gobernalle no le respondía y el agotamiento de la dura batalla contra el mar lo iba rindiendo. Del resto de mis compañeros no veía más que a dos, destrozados, apenas sujetos por los cabos con lo que se ataron al mástil de proa y aparentemente inconscientes. Eso no dejaba de ser una suerte para ellos. Los otros dos, Willy y el francés Thierry habían desaparecido también. A la tormenta de viento y lluvia se unió la eléctrica. Descomunales relámpagos cruzaban el negro cielo e iluminaban en una fantasmagórica secuencia las nubes y las montañas de la costa. Los acantilados, abruptos y escarpados, parecían cada vez más próximos, como si el canal se fuese estrechando. Aquel aquelarre de la naturaleza sólo podía ser superado por la desbordada imaginación de algún escenógrafo en una ópera de Wagner: “El ocaso de los dioses.
Arrastrándome sobre la cubierta, asiendome fieramente a todo lo que podía, conseguí llegar junto a Walter. Su rostro estaba descompuesto; la cicatriz que lo cruzaba aumentaba el gesto de ferocidad e impotencia que le crispaba la cara. Agarrado a la rueda del timón, como tratando de arrancarla, gritaba y juraba como un poseído. Sentí pavor al verle. En cambio él pareció serenarse algo y me habló; me dio los últimos consejos por si podían serme de alguna utilidad. “Mijito, esto se va al carajo. Se acabó. Coge la zodiac, cúbrete con la lona y reza. Puede que llegues a la costa. Llévate un cuchillo y una linterna, si quedan.” “No, Walter; me iré si vienes conmigo”. “Tú estás loco, mijito. Conmigo nunca llegarías en ese botesito. Además ¿tú qué sabes de mí? Te voy a contar. Como si tú fueses un cura y yo un moribundo. Yo soy un prófugo, un criminal muy buscado. Estaba refugiado cerca de Punta Arenas. Acababa de llegar de Porvenir y quería volver a Argentina; por eso os busqué. Si me localizan los milicos me mandan mudar en el acto. P'al otro barrio ¿entendés, mijito? Podíamos haber llegado a Río Grande; allí tengo amigos. Pero el hieputa del mar... No tiene corazón, mijito.”
Dejó caer su enorme corpachón sobre la rueda del gobernalle; su respiración se hizo afanosa e irregular. Aquel hombretón, como si de un enorme animal abatido se tratase estaba rindiendo sus armas. El “Erebus” se encontraba totalmente escorado hacia estribor; el agua que inundaba el casco lo había desnivelado. Era el final. Un estruendo horripilante anunció el impacto contra las rocas. Yo salí despedido hacia popa y milagrosamente conseguí asirme a la débil zodiac que aún se mantenía fijada al casco. Seguía la noche cerrada y la única iluminación era la que producían los relámpagos. Logré situar la costa, aunque no disponía de elementos de control para dirigir la endeble barca. Me acordé, como dicen que lo hacen los que están a punto de morir, de mi vida pasada, de mi familia, de Asun, mi prometida, que tanto hizo y rogó por hacerme desistir de ese loco proyecto. Ni siquiera tendrían el consuelo de que mis restos mortales llegasen hasta ellos. Qué se le va a hacer. Tampoco soy tan importante. Cae el telón.
Unas voces me despertaron al cabo de no sé cuántas horas, o días. Aterido, descompuesto, enfermo, aterrorizado, me encontré con los rostros de varios militares sobre mi cara. Mi primer recuerdo fue para Walter. Los soldados ya no podrían hacer nada contra él, pero él tampoco podrá volver a llamarme “Mijito”. Me arroparon y me dieron algo caliente, leche de guanaco tal vez. El temporal había cesado y el mar, allá abajo, se encontraba en calma. Me preguntaron, aunque ellos ya sabían. El pecio del “Erebus” lucía su derrotada compostura entre las rocas. Afortunadamente yo conservaba en mi poder la documentación en regla, atada a mi cuerpo, impermeabilizada. Español. Empresario. “¿Qué se la ha perdido a usted por estas tierras del infierno, amigo? No se preocupe, descanse ahora y pronto estará en su país.” ¿En mi país; en mi querida patria? Enriquecido y envejecido por esta dramática aventura mi concepto de patria era, ahora, mucho más universal que nunca.
Creo que el pomposo velero de papá seguirá mucho tiempo amarrado en el puerto deportivo de V. El espíritu del viejo “Erebus” no soportaría la afrenta de que yo navegase en un barco como ese.
Gregorio Tienda Delgado
01-11-2013 21:19
NÁUFRAGO.
Todo empezó cuando nuestros amigos Juan Carlos y Yolanda, se compraron un barco y nos invitaron a mi esposa a y mí a un pequeño crucero entre Barcelona y Tarragona. Emprendimos el viaje a las diez de una mañana de agosto de 2012.
El barco, un Bavaria 32 Cruiser de una eslora total de 10 metros y una manga de 3,42 metros. Con un calado de 1,95 metros, la quilla corta de 1,50 metros. Dos camarotes, cada uno con cama doble, y con una distribución interior muy generosa para un barco de aquellas medidas. En el salón dos sofás triples en las dos bandas que podían servir como literas adicionales.
La mar estaba en calma y el barco navegaba no muy lejos de la costa. No había otros barcos cerca. Yo miraba con los prismáticos de largo alcance, las playas y el litoral. A las once llevábamos casi la mitad del recorrido. En una hora podríamos llegar a Tarragona. Pasaríamos unas horas allí y volveríamos para llegar a Barcelona antes de la noche. Juan Carlos conectó al piloto automático y pasamos el salón para almorzar. Nuestra esposas, muy cariñosas ellas, prepararon huevo fritos con jamón que comenzamos a devorar con fruición, regados con un buen vino del Penedés. De repente, notamos una gran sacudida y vimos alarmados, como una gran tormenta nos envolvía y empezó a sacudir el barco con grandes olas y fuertes ráfagas de viento. Las olas eran enormes y las cuadernas del barco crujían al romperse. Enseguida intuimos que íbamos a naufragar inexorablemente.
El barco casi destrozado, empezó a hundirse en las profundas aguas. Tuvimos tiempo de ponernos los chalecos salvavidas, y alejarnos un poco. Vimos cómo se deshacía en trozos y después, pudimos aferramos a los que flotaban. Las olas nos dispersaron y en un momento me encontré solo. En poco tiempo, la tormenta empezó a amainar y se marchó tan rápida como había llegado. Pasaban las horas sin que nadie me socorriera. Ya declinaba el sol por el horizonte y perdí la esperanza. Y en una situación límite como la que estaba viviendo, pensé primero en las posibilidades de salvación que me eran más habituales, y una vez desechadas por improbables, siendo yo muy antagónico a ciertas creencias, en ese momento de desesperación, paradójicamente me acogí a la última posibilidad. Pensé que tal vez se produciría un milagro, que se produciría una corriente de aire en dirección a la playa y en poco tiempo estaría en tierra. O que un ser sobrenatural me echaría una mano…
En el cielo despuntaban las primeras estrellas. Un pedazo de madera bastante grande pasó junto mí y pude asirme a él. Era un trozo de la cubierta. Con mucho esfuerzo me subí, me tumbé baca abajo, extendí los brazos en cruz y me agarré a los bordes. Estaba exhausto. Cerré los ojos y me rendí al destino. Pensé en mi esposa y en mis amigos. Quizá no nos volveríamos a ver. La tensión que dominaba mi cuerpo fue cediendo, mis músculos se relajaron, noté una especie de sopor y me desmayé o me dormí, no lo sé…
Cuando abrí los ojos, se comenzaba a percibir una débil luz, como si el día abriera sus palpados poco a poco. Allá lejos, me pareció ver algo. Me sentía tan confundido que pensé que tal vez en el mar también se producían espejismos. Al cabo de poco, a través de la bruma me pareció ver unas muy grandes pero difusas imágenes quiméricas, iluminadas por una tenue luz. Me restregué los ojos. Me pellizqué la cara para comprobar si seguía en este mundo y empecé a ver con más claridad. ¡Qué alegría! ¡Eran las casas más próximas a la playa! Utilicé mis brazos y mis manos como si fueran remos, y con gran dificultad, vencí los escasos metros que me separaban de la playa. Ya tumbado sobre la arena, reflexioné sobre todo lo acontecido, y no logré comprender cómo había llegado hasta allí. ¿Existen los milagros? Cuando me recuperé un poco me dirigí hacia el primer edificio. Cuando me acerqué vi un rótulo y leí: RESTAURANTE LA ESPERANZA. El nombre no podía ser más halagador. Entré, el dueño me miró con cara de espanto y me preguntó:
─¿iba usted en el barco que se hundió ayer?
─Sí, íbamos cuatro personas; mi esposa, mi amigo Juan Carlos y su esposa Yolanda. ¿Sabe algo de ellos?
─¡Sí, fueron rescatados por una patrullera de la Guardia Civil! Los llevaron en un helicóptero al Hospital vall d'hebron Barcelona. Según dijeron no temían por sus vidas.
Respiré hondo y di gracias a la providencia por estar todos vivos. En esos momentos, solo deseaba reencontrarme con ellos…
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.
Gregorio Tienda Delgado
28-10-2013 11:09
Apreciados amigos y amigas. En esta etapa, también 8 extraordinarios relatos. Se mantiene la tendencia.
Comenzamos con un nuevo tema. Miren la propuesta, arriba en el inicio.
Esta es la evolución del taller desde que lo iniciamos el día 25/05/2012.
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.
lluvia
20-10-2013 23:21
No sé si cumple con la propuesta, tal vez debió incluir alguna escena más cruda o tenebrosa, pero es lo que salió. Todo sea por participar.
Contracciones
¡Mi madre me tiene agotada! Maldigo la hora en que decidió instalarse en ese pueblo de mala muerte alejado de todo; para colmo de males no deja de llamarme por cualquier cosa: que si le duele aquí o si le duele allá, que si las palpitaciones, que si se torció el tobillo, que si el perro o el gato, que... ¡Y yo que no aprendo! Siempre salgo corriendo, preocupada, como si no supiera que al llegar la voy a encontrar lo más campante diciendo que ya se siente mejor, que el perro ya mueve la cola o que el gato volvió a cazar pajaritos.
Hoy me llamó diciendo que no podía respirar, que se le cerraba la garganta al intentarlo; con prisa me subí al auto, apenas si me he peinado. Cuando llegué a su casa ella estaba desparramada en la cama, quejándose como un moribundo. Me asusté, le dije que iba a llamar al servicio de emergencias y que no entendía como ella todavía no los había llamado, entonces me dijo: “¡No, no!, no los llames todavía. Solo abre un poco más la ventana por favor”. ¡Santo remedio!, a los pocos minutos ya estaba sentada en la cama conversando como si nada. ¡Esta es la última vez que me la hace!, ya le he dicho mil veces que le va a pasar como al pastorcito mentiroso y que cuando realmente necesite de mí no voy a aparecer ni por asomo.
Estoy más que enfadada y, como si eso fuera poco, ahora me sorprende esta tormenta en medio de la ruta y Thiago no se queda quieto.
—Tranquilo, bebé, tranquilo. Ya mamá está más calmada.
El camino se pone cada vez más difícil, la lluvia no cesa, ya está oscureciendo y la visibilidad se complica. Debería detener el auto pero, si no para de llover y la noche avanza, moriría de miedo en este lugar por donde no pasa ni un alma.
¡¡Ay!!...¡No!...no puede ser... ¿una contracción? Tengo que calmarme y detener el auto un instante, sí, eso es: tengo que detener el auto y llamar a casa.
—Tranquilo, bebé, tranquilo, aún falta un mes para que nazcas; no quieras adelantarte por favor... no aquí, no ahora.
¡¡¡Ayyyy!!! ¡Ca ra jo, que sí!, ¡que sí son contracciones!
—Tranquilo, bebé, tranquilo, por favor que estamos solos... ¡y el móvil no tiene señal! ¡Maldita sea! ¡No puede estar pasando esto!
¡Basta ya mujer! -me digo- Que no se diga que tienes miedo, tranquilízate, respira... eso es, respira profundo, pausado. Demuéstrale a tu niño la madre que le ha tocado. Todo estará bien... todo estará bien, solo cálmate y respira... tod... ¡¡¡¡ayyyyyyyyyyyyy!!! ¡Este niño está decidido a nacer hoy mismo! ¡¿Qué tengo que hacer?! ¡¿Qué hago?!
He vuelto a andar la ruta, la tormenta va mermando. Estoy asustada y los dolores no me permiten aumentar la velocidad: las contracciones son cada vez más fuertes y seguidas, y no he cruzado ni una vaca en el camino; pero no te preocupes bebé que estamos juntos y nada malo puede pasarnos, eso sí, por favor, dame tiempo, aguanta un poquito más... ¡¡Ayyyyyyyyyyy!!, solo un poco más.
Aún me quedan treinta minutos de viaje hasta llegar a la ciudad pero el móvil ya tiene señal y he podido llamar a casa. Ya vienen por mí. Ya vienen por nosotros.
—Tranquilo, bebé, tranquilo. Muy pronto te tendré en mis brazos.
Gregorio Tienda Delgado
20-10-2013 18:49
Amigos y amigas, compañeras y compañeros escritores.
Último día para publicar relatos. A partir de mañana día 21, sólo comentarios.
El día 28, nuevo tema, nueva etapa.
Saludos.
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.