| VAMOS A CONTAR HISTORIAS |
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Hacia el final del camino es el título del texto que Gregorio nos presenta, es su forma de presentarnos la vida, como un camino, y de manera sútil, pero precisa, nos deja claro que desde el primer paso que damos en la vida el único rumbo al que nos encaminamos es hacia la muerte, pero a diferencia de lo que se cree, la muerte no es la oscuridad ni la sombra, es la luz, la claridad, la salida de las tormentas, porque pareciera que la vida esta llena de tormentas. Con la sabiduria que dan los años y el oficio, Gregorio deja a nuestro criterio que decidamos quien lo acompaña y lo hace feliz en algunos momentos, puede ser una especial compañia humana o en cambio, una entidad, una figura de su imaginación, un ángel un ser superior, o Dios, en sus múltiples formas. Yo soy creyente y por supuesto para mí, en el camino de la vida estamos acompañados por ese guia que en todas las religiones se le da el nombre universal de Dios. Es la forma que Gregorio utiliza para decirnos, la vida es corta, pero encontraremos a alguien que nos proteja, no la desgastemos en otra cosa que no sea ser felices, porque además, lo mejor está por venir. |
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Este texto es la respuesta al compromiso de esta quincena. El camino, los caminos
A mi sobrino Andros. Él sabe con estricto rigor que cada uno de sus actos genera incertidumbre. Sus acciones lo llevan a un nuevo camino que lo espera con la impaciencia de las aventuras por vivir. Un nuevo reto del todo desconocido, un evento extraordinario que ya no lo asombra, que es parte de su rutina y como en un juego de ajedrez, eterno y único, los hechos lo llevan a transitar por senderos desconocidos. Estos caminos son muchas veces intransigentes, otras complacientes y pocas, decididamente, amables. Debe de ser así, porque los senderos que se abren como respuesta de sus actos se encuentran bajo el yugo de la incógnita y la duda. Él avanza por esos caminos sin aspiraciones, sopesando a cada paso la posibilidad del triunfo y la derrota. Se niega a la posibilidad de mantenerse en un único camino y ante cada encrucijada, siempre con dudas, toma la nueva opción que se le presenta sin detenerse ante las imposiciones o los obstáculos. Intenta salvar las dificultades con argucias y artimañas que aprende a cada paso y recuerda las palabras de su padre. -Soy el hombre de las dificultades-. Él cree ser libre y además dueño de sus decisiones, pero la única verdad es que sigue el impulso irrefrenable de seguir adelante entre la bruma que genera lo desconocido. Fuerzas invisibles y desconocidas ordenan sus actos, como si se tratara de una prueba permanente de sus habilidades. En algunos momentos de lucidez sabe que es un peón sumiso de ese ajedrez que otros intereses, otras inteligencias, juegan en el tablero de lo ilusorio. Él ha negado la posibilidad de detenerse, se ha convertido en una pieza más del engranaje en el que oscila la vida, es parte de la dinámica del movimiento perenne, jamás lineal y muchas veces dual. Él toma la ruta que supone de menor riesgo, pero no hay seguridad, ni garantía, ni certeza alguna en el resultado de sus movimientos, descubre que cada una de sus acciones, por pequeña que esta sea, viene acompañada de una respuesta y con ella, la expresa obligación de tomar el camino que se le presenta. Crea supuestos escenarios para anticiparse a la respuesta de sus actos, pero sus malabarismos no le permiten prever la carga emocional, ni la intensidad del próximo evento a enfrentar y finalmente el resultado ni siquiera se parece a los diferentes simulacros que imagina, de esta manera, entra al círculo en movimiento, unas veces está en lo más alto y puede mirar un horizonte abierto y otras, se encuentra acorralado. La hora es peligrosa, la calle es oscura y sin salida. Desconoce la fórmula que le permitirá saltar de la rueda en donde ha quedado atrapado. Él sigue adelante, mantiene los ojos abiertos mientras camina entre sombras y en un giro inesperado lo asaltan, lo enfrentan las sorpresas, que inevitablemente son parte del juego, no es posible acostumbrarse a estos sobresaltos y vive en un estado de fascinación permanente. Sus pasos lo llevan una y otra vez a odiosas encrucijadas y obligado por las circunstancias resuelve las situaciones con los recursos que le otorga la improvisación, la falta de juicio lo empuja a reacciones equivocadas, pero arrepentirse no cambia los hechos y la respuesta a su error es el dolor, un dolor para el que jamás está preparado y resignado se obliga a enfrentar los retos que sus acciones convocan. Él intenta la inacción como un recurso último, pero tarde comprende que la falta de acción, la inamovilidad, es también un movimiento, una forma de actuar y es inevitable la contrapartida, la respuesta a su proceder no se hace esperar y no es lo que desea, lo que espera, lo que quiere y abandona. Él afirma tener dudas con respecto a si es parte de un engranaje en una espiral de acciones y reacciones, o sí por el contrario, se mueve entre círculos concéntricos. Esa incógnita no la ha resuelto, como tampoco ha resuelto otras muchas y quizás no lo consiga en esta vida y se cumpla el destino de vivir de nuevo para resolver ese dilema. Él asegura que desde pequeño la vida le presentó mil caminos, innumerables opciones, múltiples posibilidades y con dudas, en contra a veces de su voluntad, avanzó, siguió adelante, no lo detuvo el miedo, que intentó paralizarlo en cada oportunidad y afirma que esa partida contra el miedo la ganó la confianza en saberse uno, y múltiple, y diverso, y único. Él cumple cincuenta años en la vorágine de los caminos y en la incertidumbre de las encrucijadas. En lo alto de una escalera y por un instante, se mira en los ojos de ella y se pierde, no podrá encontrarse jamás, pero descubre, que todo los caminos que ha tomado, las experiencias que ha vivido, los errores, los fracasos, los triunfos, únicamente han servido para poder pronunciar su nombre ante ella sin ninguna vergüenza y compartir la incertidumbre de los caminos que con estricto rigor generan sus actos, y que de ahora en adelante han de transitar juntos. |
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Un recuerdo, una canción, una culpa En la radio revienta la voz de un cantante que arrastra piedras en la garganta y entona las letras de una canción inesperada, con la fuerza de la sangre revuelta. “Una señal del destino.
No me canso, no me rindo,
Yo no me doy por vencido” Esas tres exclamaciones pueden ser perfectamente el himno que me identifica, por absurdo que parezca, esas estrofas me dibujan y las hago mías de inmediato. Los acordes y la letra de esta canción percutan los resortes del pasado y se dispara un recuerdo oblicuo, que me atropella. Soy una hija abandonada, mi padre, sin razón alguna, desapareció al cumplir los diez años y nos dejó solas. Yo sufro por mi madre y cargo por ambas todo el peso del rencor. Ella, mi madre, dedicada a sus obligaciones con la casa, con su esposo, nunca casquivana, era el faro de la familia. Recibió como recompensa de sus continuos esfuerzos la estocada del repudio. Esa fuga de silencios intenta empujarla al precipicio de los desamparados, pero contra la ofensa del desprecio permanece firme iluminando el horizonte para ambas.
Mi madre convirtió el repudio en su máxima victoria y de un manotazo formidable apartó el dolor y la humillación de la ausencia y se entregó al trabajo con desesperación, se aferró con las uñas a los estrictos horarios, al agobio de exigencias, muchas veces superior a sus fuerzas. Se arrancó la garra que apretaba la garganta con toda la intención de asfixiarla y no permitió que la horrenda ofensa de la fuga la aniquilara. Arremetió contra la vida y se levantó, me arrastró con ella hasta lograr que el padre que me falta, lo supla el título universitario que ostento. Soy una hija abandonada marcada por la ausencia y el desprecio, que desde los diez años y hasta mucho después, me culpé por la huida de mi padre. Logré levantar mi espíritu con rebuscados subterfugios y con esfuerzo recompuse el ánimo, pero aún, débil, mi espíritu tambalea en el centro de un cuadrilátero rodeado de adversarios y a duras penas se mantiene en pie, cuido mi espíritu y no permito que se acerque a las esquinas, en donde agazapadas lo esperan sus consabidas traiciones. El tono de la voz del cantante abre descaradamente la puerta a los recuerdos, se presentan en tropel para iluminar los detalles y apuntan con sus filosos destellos esa señal del destino que me permite decir con orgullo: No me canso, no me rindo.
!Yo no me doy por vencida! El día que la culpa se convirtió en rencor y pude borrarla para siempre, quitarme el peso de una carga que me impuse sin razón, sin argumentos, amaneció frío, con vientos revueltos, con lluvias intermitentes y un intenso golpe de agua me atacó en la calle sin ninguna consideración. Esa mañana debía asistir a la Facultad, no podía faltar a mis responsabilidades, busqué con desesperación un taxi y lo vi zigzaguear entre los autos, me tiré a la calle en un intento desesperado de abordarlo, al verme. redujo la marcha y reconocí en el conductor a mi padre, que por un instante pensé venía a salvarme, él también me reconoció y aceleró sin detenerse, atravesó con imprudencia un enorme charco y quedé totalmente empapada con una ráfaga de agua sucia y espesa que me liberó de las culpas que me había impuesto y en su lugar se instaló el rencor, no puedo perdonar y por eso las estrofas de esa canción las he convertido en mi himno y las repito con fuerza y sentida emoción. Una señal del destino.
No me canso, no me rindo.
!Yo no me doy por vencida! |
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| Rodrigodeacevedo |
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Ains, que no me s'ocurre nada para el cuento de junio... Gregorio ya lo ha dado a la luz. Gregorio tiene la apoyatura impagable de su capacidad amorosa, de la que yo carezco en gran parte. Si me sale algo, será árido y desangelado, como mi vida misma. Esperemos.
Coincido con la apreciación de Gregorio respecto al relato de J.J. "La colina del diablo", uná muy bien construída narración respecto a un problema que, desgraciadamente, se produce con frecuencia y no se denuncia tanto. La vida en los psiaquiatricos es, muchas veces, un infierno disfrazado. Y los profesionales que lo atienden, verdaderos demonios en su comportamiento con los internos. Se puede, y de hecho así se hace, ir diluyendo las culpas en deficiencias de la administración, falta de formación de los profesionales y muchos otros argumentos que se quieran oponer. Pero la auténtica razón es la maldad intrínseca del género humano, que se manifiesta en este y muchas otras facetas de su comportamiento. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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Leído tu relato La Colina del Diablo, es digno de un premio por su cuidad elaboración, en un tema tan espinoso y doloroso como el que describes. La realidad es que una vez más las instituciones del estado, en cualquier país, fallan como una escopeta vieja, por la desidia de los gobernantes que no fiscalizan su funcionamiento, que una parte importante de los funcionarios son asignados a dedo, y carecen de preparación para ejercer su trabajo. Luego cuando ocurre algo, cuando está en riesgo su puesto de trabajo y su salario se saltan el protocolo y la ley, y devuelven a la víctima a los padres, en peores condiciones que cuando la internaron. El final, no puede ser otro. Excelente trabajo, JJ. |
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Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas. |
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Por los pelos Esta tarde las señales de peligro se filtran con obstinada insistencia frente a mis ojos, los indicios del riesgo que me amenaza se cuelan entre nubes, pero son tenues vestigios de alerta y pasan inadvertidos, se confunden con el constante barullo de la calle. Las pistas aparecen y rasgan los velos, pero aun así, esas manifestaciones me son ajenas, reconozco que carezco de intuición. Sigo adelante despreocupadamente sin prestar atención a los signos que anuncian dificultades, tropiezos. Son muchas las señales, sobre todo, porque vivo en Caracas y Caracas se ha convertido en la capital del caos, según lo que afirma la prensa internacional, enemiga del gobierno.
Inocente ante este pavoroso e imprevisible futuro que me espera, literalmente a la vuelta de la esquina, en donde mis huesos se colgarán peligrosamente en el vórtice de un trapecio y le darán un giro inesperado a esta tarde, sin saberlo, llegaré a límites impensados y únicamente el acopio de la serenidad me permitirá salir ileso. Físicamente no sufro ningún daño, pero la evidencia del exceso abre una hendidura en mis convicciones y se hace impostergable repensar, cambiar mis impresiones, mis ideas.
Me gusta caminar por las tardes, pasear por calles conocidas y mientras camino hago un repaso de mis logros, reviso mis recuerdos y pienso en las posibilidades de un escurridizo futuro, pero mi tranquilidad será interrumpida por eventos extraordinarios que estoy a punto de contarles, esos sucesos cambiaron el rumbo de mis pasos, me empujaron al callejón del peligro, a la esquina en donde se puede perder la vida y es que el simple acto de caminar por una calle de Caracas a las cuatro de la tarde es una provocación, yo hasta hoy he desoído la advertencia y la horrible experiencia vivida me mantendrá al borde del colapso.
La derecha opositora de la revolución, denuncia que la seguridad en Caracas está sostenida con alfileres, yo me niego a creerlo, pero al quebrarse la estabilidad mínima con la que he vivido hasta ahora, al romperse la cadena de mi apacible rutina, en el instante que mi vida corre peligro, el violento fogonazo de la realidad me hará entender lo que niego con frecuencia en las conversaciones diarias con mis vecinos, con algunos compañeros de trabajo, que abiertamente adversan al gobierno y se oponen al proyecto revolucionario. Yo estimo que sus afirmaciones son propaganda del imperio. Decir por ejemplo -Vivir en Caracas es mucho más peligroso que vivir en Kabul-. Es una escandalosa exageración.
Siempre consideré esa afirmación un tremendismo de la oposición, un grosero exceso, y ante tal declaración, sin otro argumento que valide mi respuesta, tercamente repito que es mentira y cierro los ojos ante las evidencias, las estadísticas, las cifras publicadas y como un triunfo les aseguro: -a mí nunca me han asaltado-. La situación que enfrentaré, ese futuro incierto que se hace presente me obligará a cambiar de opinión, tendré otra perspectiva y conoceré de cerca el verdadero rostro de la revolución, que otros señalan con pruebas y que yo me empecino en no ver, obsesionado con la idea de una revolución para los pobres, pero la puerta de las dudas se ha abierto y al tropezar con la realidad, con una verdad que hasta ahora he negado apegado a mis convicciones políticas, se desvanecerán los principios, la verdad me deslumbrará y el cinismo de las declaraciones oficiales quedará al descubierto.
Los sucesos de violencia, de inseguridad, alarman cada vez más a la comunidad y los innumerables episodios diarios de injusticias son las desgracias con que se nutren los noticieros, son esas situaciones inverosímiles con las que se entintan los alarmados titulares en los periódicos y que yo afirmo categóricamente que son mentiras, en un esfuerzo para defender la revolución.
Salí a dar una vuelta, a caminar un rato, siempre me ayuda a encontrar salidas cuando me atasco en la solución de un problema en la oficina, instintivamente reviso los bolsillos y me percato que dejé las llaves, la cartera y el celular en el trabajo, pero no quiero devolverme, estoy en el límite del tiempo previsto y no puedo darme el lujo de llegar tarde, reconozco que con las carreras los olvidé en la gaveta del escritorio, pero no me hacen falta.
Un auto se detiene junto a mí y un muchacho desde la ventana del copiloto pregunta una dirección, no quiero detenerme y perder mi tiempo en explicarle como llegar a su destino, por eso respondo una mentira: -no soy de aquí-. Digo, e intento seguir mi camino, pero ese instante lo aprovecha otro de los ocupantes del auto que abre la puerta trasera y sin mediar palabra me empuja adentro con rudeza desmedida.
Estoy sentado en el asiento trasero de un auto entre dos hombres desconocidos que me revisan y piden les entregue el celular y la cartera. Con violencia exigen la entrega inmediata de todo lo que tenga de valor y por si no me he dado cuenta, me apuntan con un arma y confirman: -esto es un secuestro y la única manera de que salgas vivo es que pagues por tu vida-.
Temblando de miedo contesto otra mentira: -me acaban de robar, me quitaron todo, no tengo nada-.
-Vamos a tu casa entonces-. dice uno de los hombres, al darme la vuelta para responder, descubro en su bolsillo una credencial de la policía política. Repito la primera mentira. -No soy de Caracas, vivo en el interior-. El chofer frena de golpe, me sacan del carro y me tiran en medio de la calle, antes de arrancar a toda velocidad me disparan, la bala silba en busca de mi cuerpo y no me encuentra, en cambio, la realidad ilumina la verdad y yo encuentro que estaba equivocado, que vivía en las sombras del engaño, en las trampas de la impostura. |
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Día de júbilo Permanezco en las profundidades de la tierra, deambulo en oscuros túneles bajo las piedras y cuento los escasos y lamentables brotes de arenisca en el ejercicio de este oficio de topo ciego. Estoy condenado a pasar mis días en la oscuridad arañando la tierra. Allá, afuera, el sol ilumina los colores: la brisa azul y el rosado aroma de los duraznos son un recuerdo permanente de mi cita postergada hasta encontrar un hilo de oro en este exilio voluntario y necesario. Mis días se reducen a este socavón, a este laberinto de galerías inestables, al precario y vacilante haz de luz que alumbra mi próximo paso. Resignado al destino, a ese futuro que está escrito en páginas desconocidas, con algo de ese miedo inevitable que llevamos agazapado en nuestras decisiones, enciendo la mecha. Yo apuesto por la esperanza, conozco el riesgo que corro, pero es una decisión tomada y no tengo alternativas. Atento a los imprevistos miro con escepticismo serpentear la lumbre, intensas chispas verdes tornasoladas dejan un efímero rastro de niebla y la detonación no se hace esperar. Una herida más expuesta en el fondo de la tierra. Mantengo los ojos abiertos a pesar de estar abrasados por el polvo y la pólvora, el humo se disipa. Me arrastro hasta el boquete abierto, me falta el aire y estoy a punto de desfallecer, pero en un giro inesperado mi linterna alumbra una esquina, filosas aristas de pedernales protegen un recodo recién abierto, intentan esconderlo de la codicia de mis ojos, pero no pueden ocultar los destellos luminosos y alegres que despide la roca viva. Encontré la veta que finalmente me cambia la vida y me permite volver a la superficie. |
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Tienes razón, no es fácil dar con el cuento con tantos y tan variados textos sobre temas tabú. De todas maneras la revista tiene sus cosas interesantes. La Colina del Diablo Con el consentimiento de sus padres y desde un pueblo perdido entre montañas y neblinas, una niña con apenas 15 años fue trasladada a la Colina del Diablo. Con ese temido nombre los pobladores de Caraballeda conocen al psiquiátrico que está a 30 Kilómetros de Caracas, a orillas de la playa, escondido detrás de enormes almendrones. Esta niña al iniciar el proceso de desarrollo comenzó a presentar algunos desórdenes de conducta que sus familiares no pueden, ni saben manejar. La niña se queda de pronto sumida en un universo de infinitas combinaciones numéricas, en un mundo de animales perfectos, suspendida entre líneas paralelas que jamás se cruzan. Desde esas hermosas montañas tendidas de nieve, de frailejones y eucaliptos, desde esas alturas de claveles y fresas, desde el aire limpio, desde el dulce frío que la protege y la arropa, desde esos montes habitados por la sombra de dioses ancestrales, la trajeron amarrada en un camión. Diez horas duró el suplicio hasta La Colina del Diablo, pero apenas comenzaba. Allí la dejaron, con un suspiro de alivio, sin despedida, sin hasta luego, a la buena de Dios. La dejaron en ese depósito de juguetes rotos que perdieron la gracia, de mecanismos descompuestos, con fallas de corriente, con los sentidos en desorden. Luis Francisco Jaramillo fue el primero en ver la niña, él la recibió en la reja del viejo caserón herido de intemperie, con sus altos muros descascarados, lacerados, enfermos, como sus habitantes, el viento estremece la casa y el sol destiñe el azul con el que pintaron hace mucho las letras que identifica la institución pública: Hospital Psiquiátrico de Caraballeda. Jaramillo no recuerda exactamente el día que comenzó a trabajar como ayudante en La Colina del Diablo. Él mismo se enterró por decisión propia en este lugar huyendo de un mal momento, de un impulso en medio de una noche violenta, del brillo plateado de una navaja, de un hombre hundiéndose en el fango de la quebrada y la mancha de sangre que no logró limpiar, ni eliminar y conserva tatuada en el recuerdo. Luis llevó a la dócil niña tomada del brazo y la cintura hasta el consultorio del doctor de turno y allí la dejó, pero siguió pensándola. Se le quedó el olor a frailejón metido en las narices. Desde ese día Luis pasa las noches en vela, a ratos sueña con ella y de día la busca con ojos frenéticos y la encuentra invariablemente acurrucada, apretadas las manos en el pecho, con los ojos cerrados, hurgando en sus recuerdos gastados la sombra de sus montañas silenciosas, esa apacible dulzura que no encuentra en esta aridez de arena que la hiere. La niña al llegar sintió el torbellino que se llevó las voces que la llamaban con cariño entre los eucaliptos y dejó en su lugar un mar aburrido y monótono, un lamento de piedras y óxido, que no le da respiro ni sosiego al silencio. Un calor sofocante la asfixia, el ardor del bárbaro sol se la come viva, corre a esconderse de ese viento áspero que roe la carne debajo de sus ropas y es inevitable, urgente, quitarse los trapos que su cuerpo no soporta. Luis se le acerca en un intento de ganar su confianza, le habla siempre al oído, la acostumbra a sus manos, a su presencia. Con un pretexto cualquier la lleva a la sombra de una esquina, a un mejor lugar en donde no la molesten. La niña en cambio permanece alejada de este mundo persiguiendo colores, luces imposibles, perdida en la neblina de sus montañas ausentes. Al poco tiempo de estar encerrada, con la fuerza de la costumbre, la niña comenzó a imitar ya sin asombro, los nuevos gestos y ademanes que ve repetirse a diario en esos otros rostros deformados que comparten sus días de ausencia elemental de la razón. Luis estaba allí la primera vez que la niña se desnudó, notó la gran diferencia con las otras inquilinas de la casa. Todas viejas, de cueros tostados, resecos y ojos desorbitados, siempre sucias, hediondas a tela de arañas, a moho. Asombrado, Luis observó su cuerpo de virgen blanca, los pechos firmes de pezones rosados, las piernas de músculos definidos, los gemelos perfectos de niña acostumbrada a los caminos de montaña y comida sana, el sexo apenas cubierto de una fina gamuza negra. Sin quitarle los ojos de encima se le acerca y comienza a vestirla, mientras le habla al oído y la manosea ante la mirada de decenas de ojos ausentes.
Luis Francisco Jaramillo se perdió por un momento y para siempre en la sensación de ese cuerpo de piel suave. Y de esa manera, inició sin saberlo, el peligroso camino que lo llevará a cruzar la delgada línea, la frontera invisible, el gastado borde que lo separa de los enfermos que cuida. Luis, con sus manos ásperas, pasó y repasó hasta aprenderse de memoria la redondez del mundo en las nalgas de la niña, redondas como el espacio que habita y que acaba de abandonar sin saberlo, colocó su mano entre entre las piernas de la niña y ella dejó de respirar. Inmóvil, quieta, como un animal asustado. Esa misma semana como tantas otras que se repetirían después, consiguió dejarla en la enfermería, alejada de los otros enfermos que dormían en la sala general. Nadie sospechó que Luis se había enfermado, que había cruzado el delgado límite de la cordura, que había entrado en el laberinto imposible del deseo, lanzado a caminos y abismos desconocidos. La imagen de la niña desnuda lo persigue, sin tregua lo atormenta. Sin ninguna desconfianza Luis se pasea por los recovecos extraviados de un amor desesperado. Tarde la noche, ya sin gritos ni sobresaltos, un Luís tembloroso y asustado, completamente desnudo se mete en la camilla de la niña que duerme un sueño fatigoso de pastillas y sedantes. Con palabras dulces la despierta de ese sueño inducido, la desviste despacio, sin prisas, tiene toda la noche para estar con ella; la lleva cargada hasta el baño, siempre hablándole se baña con ella y luego sin encender una sola luz, sin levantar sospechas, la seca despacio. Primero con las manos y luego con una sábana. Seca los cabellos, el rostro, que iluminó por un instante un destello de hilo de luna entre las sombras y permanece sin expresión, pero eso no lo detuvo y siguió secando los hombros, el pecho, la cintura y la espalda. Al terminar, cargó a la niña nuevamente hasta la camilla, besándola en la boca. Recorrió una y otra vez su cuerpo con las caricias torpes de sus manos ásperas, separó sus piernas que brillaron en medio de la noche iluminando la enfermería, alumbrando sus extravíos. La niña se mantuvo muda en su mundo de pájaros amarillos sumergidos en aguas de añil, desconoce estos saltos y sustos nuevos de su cuerpo. Sin poder quitarse de encima este peso, estos resoplidos en su cuello, este hombre que la aturde. Intenta cerrar las piernas, pero Luis las sujetó a cada lado de la camilla y con una violencia desconocida en medio del millón de hormigas que la recorren, siente que algo se rompe por dentro, la desgarra, la quema y se llena de gritos que son ahogados tragados por otra boca. Luis se derrumba sobre esta niña sin darle espacio a la culpa, al arrepentimiento.
La niña comenzó con las incomodidades de un embarazo desconocido, con mareos y vómitos, con un cansancio permanente. Siente una lombriz crecer desmesurada en su vientre.
El asunto se complica, es una niña enferma entregada a la tutela del Estado para su recuperación, para su atención médica. Una niña al cuidado y protección de una Institución pública bajo vigilancia de profesionales y adultos que deben velar por sus derechos, Una niña bajo vigilancia del Estado quedó embarazada sin ninguna explicación posible.
Se busca una solución radical, se saltan las leyes, cada quien cuida su cargo, su salario, escurren el bulto de su responsabilidad. Con una urgencia nunca vista, en el mayor de los silencios, con una gran complicidad, en la misma enfermería y bajo estricto secreto, se le practicó un aborto clandestino -si cabe la palabra- ya que el aborto está expresamente prohibido. Y se hicieron los preparativos para enviarla de regreso a su casa, a sus montañas.
Sin ningún remordimiento entregaron la niña a sus padres, pero encerrada ahora en una tela de araña pegajosa de la cual no puede escapar, amarrada a los hilos de un deseo que no sabe cómo olvidar, cómo complacer, sin siquiera lugar para el odio. Apenas la niña cruzó la puerta del caserón y se perdió en el camino, Luis Francisco Jaramillo se encerró en su habitación y colgó de su cinturón el llanto, los gritos, la desesperación y así lo encontraron, balanceando del techo sus tristezas, sus errores, su vida. Ya sin razón para vivirla. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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Esta es mi aportación a la segunda quincena de junio. Los caminos son infinitos, y alguien dijo que todos conducen a Roma. Pero hay excepciones. TEMA, CAMINOS HACIA EL FINAL DEL CAMINO El camino era sinuoso y empinado. Cada vez más empinado. Creía imposible que pudiera inclinarse más, pero estaba equivocado. Se ponía más difícil. Era asfixiante. El color verdoso de los árboles me animaba a caminar. Al principio eran muy abundantes. Luego esporádicos. Después muy escasos. Pero algo me incitaba a seguir; la claridad. Era la luz que indicaba el final, que parecía la luz de un faro. Un faro para orientarme. Podría ser, porque unas veces veía su luz, y otras era tan confusa que casi no la veía. Pero algo me decía que debía seguir. Entonces, dirigí la vista al cielo, y vi un águila majestuosa planeando. La vi reflejada en el fondo de mis ojos y me animó. Me impresionaba su poderío. Cada vez que miraba alrededor, veía muchos iguales a mí. Todos caminábamos hacia allí. Hacia la luz. Y te vi. Sí, eras real. Y tú también me viste. Andábamos a la par, pero a la vez, ¡tan diferente! Tú ibas ligera, tranquila. Yo en cambio, quería ir más deprisa y tropezaba. Perdía fuerza. Todos siguieron el mismo camino. Todos incluida tú, mi compañera de itinerario. Viniste a mi lado y los días pasaron más rápidos. Caminé perdido en tus ojos y veía todo más claro. El faro ya no era un faro. Era un sol reluciente. El camino era más llano y constante. Cuando creía que nada podía ser mejor, todo lo era. Fue entonces cuando te pregunté: ¿Por qué seguimos caminando? Tú no contestaste. Las hojas de los árboles dejaban caer algunas gotas de agua fresca. Cada día estábamos más cerca del final. Cada día estaba más cansado. Lo notaba. De tanto en tanto, me detenía y miraba el horizonte. Me decía a mí mismo que estaba muy cansado. Cansado de tanto andar sin saber para qué. Una noche hubo una fuerte tormenta. De las peores. No estabas conmigo para cuidarme. Te fuiste. La tormenta comenzó a empeorar cuando te alejaste de mí. En cambio, cuando te acercabas, cuanto más cerca, más se calmaba. Hubo un momento que nos encontramos juntos, unidos. Luego éramos muchos, más de los que nunca supuse que podíamos ser. Nuestras manos se unieron. Las palabras sobraron. De repente el sol salió y ya no teníamos miedo. El sol nos descubrió juntos. Entendimos que estando juntos, no nos podría pasar nada. Seguimos caminando. Muchas veces desconfié de mis compañeros de viaje. Pensé que se irían todos y me dejarían solo. Una noche, soñé. Soñé contigo. ¡Las flores estaban radiantes! Tú estabas conmigo. Junto a mí. Feliz. Yo también. Los pájaros entonaban su balada. Cuando desperté, tú no estabas. Solo fue un sueño. Me sentí vacío. El sol de repente volvió a ser faro. Me decepcioné. Mi corazón perdió parte de sus latidos. Me sentí más viejo. Era más viejo. Caminaba sin saber adónde. Caminaba entre sombras que ya no podía dominar. Cambió mucho el paisaje. Alguien dijo que siempre hay una salida para todo aunque haya confusión. Siempre hay salida. Si no la encontramos es porque no sabemos mirar. Cada vez que miraba alrededor, veía gente muy pobre que andaba mirando hacia abajo. Cabezas gachas, oídos sordos, miradas ciegas, labios mudos, corazones heridos. Sensaciones, dudas, mentes insensibles. Todos atemorizados por la posibilidad de acabar sucumbidos. ¡Qué ironía! Insensibles ante el sufrimiento y la caída. Si no era la fuerza de nuestro corazón, ¿qué nos hacía humanos? Pero el corazón no era tan duro como el camino que pisábamos. Se podía romper. No estábamos hechos de un material resistente ni teníamos un número de serie. No teníamos un número. No éramos un número. Éramos... Pensé que era importante llegar al final. Tú no estabas. Tendría que llegar solo. Noté que estaba solo. Todos estábamos solos. Pero mi peor pecado fue desesperanzarme. No creer en mí. No mirar hacia delante cada día. No confiar en mis esfuerzos. ¡Que poco amor propio! Me iba abajo yo solo. Miré alrededor. Volví a ver tus ojos. Jamás me había sentido tan bien. Tus ojos me miraban, me acariciaban. Pero una noche me dormí, y ya no pude levantarme. Por la mañana, todos estaban rodeándome. Mis fuerzas disminuían. Mi corazón perdió más latidos. Miré alrededor y estaba en la cima. Al final del camino. Miré al horizonte y vi el camino muy corto. Ya no era tan empinado. Tú me rodeabas con tus brazos. Los pájaros cantaban. Las flores resplandecían. El sol brillaba a lo largo del camino. A lo largo de mi corta vida. Tus ojos me observaron. Los míos se cerraron. El mundo siguió girando... |
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Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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JJ, no he logrado encontrar tu relato en la revista. Si lo copias y lo pegas aquí, podré leerlo. Gracias. |
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Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas. |
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