| VAMOS A CONTAR HISTORIAS |
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Una tarde con Amalia Con cierto temor me detengo frente al caserón de paredes blancas, la vieja construcción luce tercas costras negadas a maquillajes superficiales y exigen soluciones verdaderas y definitivas contra los despiadados ataques de las lluvias, del salitre y de la fuerza demoledora del viento. Estoy a punto de seguir de largo, reconozco que el miedo es un pésimo compañero, pero un susto espeso se me pegó a la piel desde el mismo momento en que Amalia batió alas, me miró con sus brillantes ojos de miel y me pidió estudiar juntos para la próxima prueba.
Ya en la puerta y con las piernas de gelatina golpeo la aldaba de bronce, es un acto tímido y sin fuerza que apenas deja oír una queja apagada y obligado por ese primer intento fallido, vuelvo a golpear, pero esta vez con tanta fuerza que un estrépito retumba hasta en las casas vecinas y me avergüenza el abuso y mi torpeza.
Amalia abre la puerta, me hace entrar y caminamos juntos en silencio, el oscuro pasillo se alumbra con la sonrisa que ella me regala, tengo la extraña sensación que las paredes se cierran a nuestras espaldas y nos obligan a ir más deprisa, pero no soy capaz de mirar atrás, ni a ningún otro lugar que no sea el rostro iluminado de Amalia. Sujeto a los designios de los ojos de Amalia me dejo llevar, caminamos juntos y nuestros hombros y brazos y manos se juntan inevitablemente en la estrechez del zaguán, en algún momento ella pisa un mecanismo oculto en el suelo y se abren los paneles que cerraban el estrecho pasaje dejándonos a las puertas de un jardín interior lleno de luz.
Atravesamos el jardín entre helechos y capachos y en el fondo, la esquina de un escalón abre una escalera tan angosta, que apenas cabe la punta del zapato, subimos. Entre el asombro y la sorpresa sigo mudo. La escalera finaliza en una puerta de madera circular y sobre la puerta, colocado con remaches relucientes, un rectángulo de latón con gordas letras labradas en las que leo claramente:
La República del Saber.
Amalia abre la puerta y comenta: -Esto era una buhardilla y mi papá lo convirtió en biblioteca, él es un estudioso del lenguaje, de las múltiples formas y colores que el lenguaje nos muestra, de sus extraordinarias combinaciones, de sus inigualables interacciones-.
-Según dice mi padre-. -El silencio es un lenguaje contundente-. - Afirma mi padre, que el silencio mantiene con la casa una comunicación versátil y en su relación han establecido la inaudita posibilidad de interactuar sin imponerse, guardando ciertas distancias estipuladas por el respeto y la admiración mutuas-.
-Todos los libros que están en esta biblioteca tratan el tema del lenguaje y los autores estudian el lenguaje desde desde diferentes ángulos-. Un día tomé uno de los libros al azar, no recuerdo el autor, pero en uno de los párrafos leí que el lenguaje es el arte de la seducción y la simulación-.
Mientras Amalia habla, yo miro con atención los títulos y me llama la atención uno, lo repito para grabarlo en la memoria. La Ontología del Lenguaje. Echeverria. Desconozco la palabra Ontología y no me atrevo a preguntarle a Amalia. -Ven, quiero mostrarte algo-. Dice con entusiasmo.
Amalia abre una claraboya en el techo y ambos sacamos la cabeza afuera, en la distancia se ve el mar inmenso, como un animal manso que descansa en la línea dorada de la playa. Un destello rojizo revienta en el horizonte, Amalia me mira y con un interés y entusiasmos diferentes me dice:
-Siempre he querido saber qué es esa luz que se ve a lo lejos, tan inalcanzable y brillante, siento que me llama a toda hora-.
Un poco más dueño de mí mismo y con todo el aplomo que me permite hablar con la verdad, dije. -Una noche salí a pescar con mi padre y se desató una terrible tormenta, nos empujó a ese punto en donde aparece el hilo de sangre que acabamos de ver y que a pesar de lo inalcanzable quieres conocer, ese lugar es apenas un peñasco en medio del mar, mi padre y yo intentamos quedarnos a esperar que amainara anclados en el peñasco, pero fue imposible, algo en la composición de la roca atrae los rayos, esos destellos son relámpagos incandescentes que revientan sobre el peñasco y hace saltar chispas verdes-.
-Esa noche en medio de la tormenta navegando sobre un mar enfurecido tuvimos miedo y sin otra alternativa que la fe, nos encomendamos a la Virgen del Valle que nos trajo de vuelta a casa sin un pescado, pero con la intención de no regresar jamás-.
Amalia me miró intentando descubrir alguna mentira y yo en un arrebato, perdido ya en sus ojos de miel y dispuesto a cumplir sus sueños, sin miedo, le dije. -Cuando quieras te llevo, pero no podemos decirle nada de ese viaje a mi padre-. Amalia cerró la claraboya y comenzamos a estudiar. |
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| Rodrigodeacevedo |
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Un empleo perfecto. Jugando con las nubes. J.J. Mi aportación a los relatos quincenales a los que nos hemos comprometido, "La primera vez que...", lleva un subtítulo: "Relato surreal". Después de haber leído los que ha escrito J.J. y que referencio al principio, creo que el surrealismo va de la mano de nuestro querido compañero. Dos relatos magistrales en los que de modo sutil sigue aportandonos datos subsconcientes de su peripecia vital. El del "empleo perfecto", sobre todo, delinea sobre un fondo surrealista la soledad y el abandono que la desaparición de sus padres marcaron en su vida. La figura del pez lo define claramente; un pez en su existencia animal, un ser solitario, aunque pertenezca aun cardumen junto a milares de congéneres. Una acertada metáfora de la del protagonista en su devenir humano.
El otro relato me ha atraído especialmente por desarrollarse en Patagonia, región que, aunque desconocida para mí, ejerce sobre mi imaginación un fuerte atractivo. Los juegos del sol sobre las nubes, esa exhibición colorista de aquellos paisajes del fin del mundo, incorporan una evidente carga surrealista.
Dos excelentes relatos que aumentan en cantidad y calidad nuestra biblioteca, en la que alguien, algún día podrá recrearse. |
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| Rodrigodeacevedo |
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Mi aportación quincenal al esplendor del foro: sobre el tema propuesto "La primera vez que..." he dado muchas vueltas para encontrar algo original, diferente. Creo que lo he encontrado y además con la posibilidad del "to be continued". Naturalmente es pura fábula; aunque por lo que tengo leído y entendido, siempre hay un rescoldo de intencionalidad en todo lo que imaginamos. De momento aquí sigo, disfrutando de vuestra compañía.
LA PRIMERA VEZ QUE ME SUICIDE
(Relato surreal) Desconozco si habrá literatura científica acerca de la posiblidad de reencarnación, en el sentido más materia y fisiológico, del ser humano. Tan sólo conozco, y ya se que es pura leyenda y cuento para niños, la de las siete vidas de los gatos. Pero en mi calidad de sujeto agente y paciente quiero contar mi experiencia como suicida consumado y la insistencia del agente vital que me sostiene en no dejarme ir al más allá.
Han sido varias las veces que he tratado de abandonar esta vida mediante el explícito método del suicidio. Hasta ahora -y van cinco veces- me ha sido imposible conseguir consumar el ciclo completo y pasar al otro mundo, que yo presumo mejor. Esta es la narración de mis recuerdos de aquella “primera vez”.
Son, en mi caso, muchas y variadas las causas que me han impelido al suicidio; situaciones límites debidas a mis fracasos en mi proyectos como ser humano. Sentimentales, morales, ruina material... Cuando ya corté, o me cortaron, las ataduras que me hacían dependiente de mis padres y otras relaciones familiares, sentí esa desagradable sensación de vacío, de polluelo de águila que está llamada a ser reina de los cielos y lo primero que le ocurre es darse un tremendo batacazo al tratar de abadonar el nido. Pero las águilas están mentalmente preparadas para esta situación, va en su ADN. No así los seres humanos, a quienes se les exige un período más o menos prolongado para “adquirir experiencia”.
Y con esta falta de preparación en cualquier faceta de mi vida me lancé a vivirla, dejando y cambiando radicalmente lo que ahora ha dado en llamarse mi “parcela de confort.” Pronto las rozaduras, las escorificaciones, incluso los mordiscos con pérdida de masa que mermaron mi fuerza espiritual, me hicieron ver que aquello era más duro y difícil de lo que había previsto.
El episodio que determinó mi decisión de abandonar ese mundo por primera vez fue de tipo sentimental, una dececión amorosa. Yo creo haber sido una personal temperamental, movida por las pulsiones y muy sensible a las emociones. Pongo en ellas tanta empeño y esperanzas que sus fracasos me producen (producían, al menos, en aquella época) tremendas decepciones que vaciaban el sentido de mi vida.
La primera mujer que se cruzó en mi vida y me hizo pensar en las delicias del matrimonio, en las que nunca había meditato sensatamente, sino sólo desde puntos de vista románticos y hedonistas, fue una especie de Dulcinea a la que mi imaginación enfebrecida (nunca todavía había siquiera rozado la suave piel de una mujer) adornó con toda clase de exquisiteces y aderezos, que sólo conocía por lecturas más o menos calenturientas; atardeceres en románticos parques, paseos bajo las frondas olorosas de las riberas del río, visión distorsionada e idealizada de los que para mí eran sus adornos físicos... toda la irreal parafernalia que me hizo entronizarla como ideal de mi vida.
Cuando nuestra unión como matrimonio se consumó la realidad empezó a asomar, desbordada, por puertas y ventanas y, sobre todo, en el lecho conyugal. En pocos meses toda aquella alharaca de excelencias se vino atronadoramente abajo. Y me quedé frente a un paisaje sórdido, monótono y miserable. Por primera vez había situado mis expectativas muy encima de la realidad. En una nube que creí brillante y resultó ser de cicatera tormenta.
En mis cada vez más dilatados paseos de regreso al hogar, convertido en duro amarre, meditaba en cómo liberarme de aquella insoportable cárcel. En aquella época el mecanismo liberador del divorcio todavía no existía; los amarres de la religión eran, además, amarres sociales de una rigidez y eficacia increíbles. El único recurso era utilizar mi propia vida, prescindir de ella para liberar el espíritu que, encarcelado en mi cuerpo, clamaba libertad. Aquella situación, unida a la gris mediocridad de mi vida, sólo me dejaba una opción: suicidarme.
Nunca fui un pusilánime que temiese a los arcanos tras de la muerte. Al contrario, mi imaginación era fuente que nutría mi sed de conocerlos. Como nutrió de maravillas el preludio del fallido matrimonio. Sólo me quedaba confirmar la decisión y establecer el método para llevarlo a cabo. La primera parte fue sencilla; unas pocas más escenas más de violentas discrepancias matrimoniales, con llantos, gritos y lamentos de mi mujer, acabaron por consolidar mi radical decisión. En cuanto al método, quería que primase la discreción y la sencillez; nada de ahorcamiento, de disparo de la sien, de envenenamiento que pudiese producir una terrible agonía durante la que pudiese lamentar la decisión tomada. Tendría que ser un método rápido, irreversible, limpio y... barato. Mis recursos como empleado de oficina no me permitían gastos excesivos.
Durante mis solitarios paseos por la costa había localizado un farallón rocoso en cuya base se estrellaban las olas con mucha violencia. A su cumbre podía accederse sin dificultad; y desde ella, una caída sobre las rocas de la base, a unos cuarenta metros de profundidad, garantizaban la eficacia del intento. Estaba decidido. No obstante, para evitar posibles molestias administrativas a mi viuda (siempre he procurado incordiar lo menos posible) escribí la protocolaria nota dirigida al juez: “ esto es un suicidio. No se culpe a nadie de mi muerte”.) Y la guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta, junto a la cartera donde sólo encontrarían mi documentación personal, y nada de dinero.
La tarde de autos era una de esas maravillosas tardes junto al mar; luminosa, soleada, con los colores ya apagados por el ocaso, luciendo en la mejor de sus armonías. Una de esas tardes que sirven de marco glorioso para un suicidio como el mío, en el que todo lo demás era miserable y mezquino.
Sin dudas, sonriente, me lancé al vacío. Atrás quedaba mi cárcel carnal... La caída resultó ser, o así me pareció, tremendamente lenta. Me dio tiempo a recorrer toda mi vida, mis aspiraciones, mis fracasos; un fugaz viaje en el que se consolidaron todos los motivos que me impulsaron a realizarlo.
Durante la caída mi cuerpo giraba y con los brazos extendidos parecía que tratara de asirme a algún agarradero, ya imposible. Puede que ese ansia de volar fuese también una atávica reminiscencia de alguna pasada época de mi especie en la que fuésemos aves... Craaaccc.... Supongo que golpeé la roca con mi cabeza, que debió quedar deshecha en mil fragmentos (mi cabeza, no la roca...) Después mi recuerdo es sólo el del tópico resplandor enceguecedor del que hablan todos los que han iniciado ese último viaje... y paz; un tránsito con mucha paz. Y me encontré en un paisaje de los que llaman idílico los poetas. Un bosquecillo de umbrosos árboles, tapizado por una suave y verde capa de blanda hierba, regada por algunos hilillos de agua que rumoreaban plácidos entre piedras redondeadas... y entre ellas, paseando tranquilamente, una especie de estantiguas de aspecto amable, vestidas con túnicas blancas y resplandencientes.
Por increíble que parezca, y a mi me lo pareció, alguno de ellos me pidió que le acompañase; había que cumplimentar algunas formalidades administrativas. ¡Allí, en el otro mundo, también la administración había plantado sus reales...! Facilité mis datos personales, los mismos que me identificaban en vida, tuve que firmar algunos documentos, sorprendemente reales, y recibí un Manual de Instrucciones. En él se me indicaba que, caso de regresar por alguna razón, al mundo de los vivos, se me asignaba una nueva personalidad: un nombre, una residencia, nueva documentación... Insólito, impresionante... pero cierto. Y además, todo el bagaje de recuerdos y experiencias que en la vida que acabada de dejar habían marcado su impronta.
Aquellos primeros días como suicida consumado fueron felices, con esa felicidad sobrenatural de la que disfrutan quienes no pertenecen ya al mundo material; sin horarios, sin compromisos, sin recuerdos dolorosos... Era el limbo, un período transitorio a cuyo final se me adjudicaría otro, ya definitivo. Nunca el infierno, pero tampoco la majestad de la gloria suprema. La mediocridad que rigió mi vida iba a imperar también en mi muerte... No fui demasiado perverso durante los años en los que fui un ser humano; sufrí bastante, pero, al parecer las causas de mi sufrimiento me eran imputables. Podía volver a intentarlo... y decidí volver. Regresaría con la experiencia adquirida de mis errores, mis tibiezas y mi fracaso a otro lugar distinto a mi anterior etapa. Es decir, además de otra oportunidad podría hacer turismo...
Presenté mi solicitud a uno de aquellos seres luminosos y sonrientes que me acompañabn y esperé. Al poco tiempo (aunque allí el tiempo no existía; era un “continuum” a modo de una espesa bruma luminiscente, por el que transitábamos indiferentes) recibí una comunicación del Supremo por el que me era concedido el regreso a mi forma humana. Como es normal en aquel estado cuasi catatónico en lo que a emociones se refiere, no sentí ni alegría, ni tristeza, ni preocupación. Sería mi nueva oportunidad sobre la que tampoco podía, de momento, hacer proyectos.
Así fue la primera vez que me suicidé. Nada del otro mundo, aunque en otro mundo acabé mi experiencia... |
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Un Empleo Perfecto He descubierto que con tres únicas palabras puedo definir mis treinta y cinco años de vida:
Abismo. Desastre. Ignorancia. Es posible que muchos no lo acepten, que no entiendan, e incluso que crean que es una temeridad de mi parte afirmar que con apenas tres palabras yo pueda definir treinta y cinco años de vida, y por esa razón me permito contar mi historia. Recuerdo que recién había cumplido diez años, que había iniciado el cuarto grado de educación primaria, que despedí a mi padre y desde la puerta de la casa lo vi alejarse rumbo a su trabajo y que no regresó jamás, se perdió en una de las tantas calles de la ciudad y ya no pudo encontrar el camino de regreso. Se lo tragó una esquina y no volvió. Esa primera semana no fui a clases y sobreviví comiendo sándwiches de atún que yo mismo preparaba. Mi madre, en cambio, caminaba por la casa sin poder encontrar la salida, se quedó encerrada en el círculo oscuro de la desesperación, al borde de la locura. Ella logró mantenerse bebiendo café negro y con un cigarrillo permanentemente encendido entre los labios. Se olvidó por completo de pintarse los labios, de peinarse, de cambiarse la ropa y también de mí. Mi madre enmudeció, se perdió en el vacío del tiempo sin retorno, en una pena de lágrimas y humo. A mitad de la noche yo despertaba y la sentía entre las sombras, sonámbula, intentando alumbrar el caos al que había sido empujada por las circunstancias, iluminando su propia devastación con la punta del cigarrillo encendido. Mi madre andaba a tientas, desorientada en el círculo del tiempo con las horas borradas. Se levantaba a mitad de la mañana o de la tarde, a la media noche, en la madrugada, siempre entre sollozos. Ella subsistió bebiendo café negro y fumando, con la mirada deshecha detrás del humo del cigarrillo, buscando la huella del esposo perdido, en un intento desesperado por olvidar su aroma. De ese abismo, de esa catástrofe nos rescató un tío y la vida se convirtió en desastre, en calamidad. Mi madre se entregó con obstinación al servicio de la iglesia y se fue transformando en una de esas velas pálidas y delgadas que ella encendía para alumbrar a los santos y que terminaban derritiéndose después, a ella no la consumió el fuego, mi madre se fue secando y en apenas seis meses se la llevó la pena. No volví a la escuela, la ignorancia es mi horizonte y terminé de aprender lo poco que sé en un puesto del mercado vendiendo pescado con mi tío. Mi tío es un hombre grande, de pocas palabras y menos amigos. Mi tío ignora por completo la importancia de dar y recibir afecto, se guía por un estricto sentido del compromiso, por viejos códigos dictados por la rutina. Sin saberlo, mi tío vive en un naufragio permanente al que yo entré agarrado de su mano y en donde aún permanezco a flote, braceando sin dirección, por puro instinto de sobrevivencia, en un océano sin orilla, ni esperanza. Cada día, todos los días, sin faltar ningún día y siempre antes del amanecer aparecíamos a las puertas del mercado como dos sombras silenciosas. A media tarde, después de almorzar, caminando en silencio volvíamos sin tomar ningún atajo, directamente a la casa. Mi tío anotaba en líneas irregulares los números de las cuentas y miraba por la ventana, miraba quizás las formas de las nubes y en ellas encontraba el pescado que vendíamos al otro día. Luego dormíamos para iniciar nuestra jornada de nuevo en la madrugada, cada día exactamente igual al otro, sin cambios. Hablábamos justo lo necesario, con una economía asfixiante de palabras.
Yo soy incapaz de entablar una conversación con alguien, de intimar, de establecer un nexo, de hacer o mantener una amistad, ni siquiera puedo ser parte de una pandilla, para eso también se necesita una mínima capacidad de compartir una idea y yo no tuve la oportunidad de desarrollar esa facultad, carezco por completo de la capacidad de socializar. No tuve tiempo de aprenderla, tampoco quien me la enseñara. Una madrugada, camino al mercado me vi las manos relucientes en la oscuridad, parecía estar cubierto de escamas brillantes, en el reflejo de un espejo mis ojos inmensos, que a duras penas cubren los párpados sobresaltan en mi rostro picudo y sin mentón con una boca ridículamente redonda y pequeña, descubro sin asombro que parezco un pejerrey. Con el miedo terrible de creer que podía convertirme en uno de esos pescados que mi tío y yo vendemos en el mercado, ese mismo día en el almuerzo le dije a mi tío que estaba muy agradecido, pero quería buscarme la vida por mi cuenta, me miró, intentó decirme algo pero no pudo pronunciar las palabras que se le quedaron atoradas en la garganta, nunca tuvo costumbre de dar consejos, ni tampoco de expresar sus sentimientos. No volví al mercado, y no me acerco al puerto, las olas chocando contra las piedras producen una sensación de abismo sin fondo del que trato de escapar, yo vivo a orillas de un precipicio, no tengo amigos, me sobran los miedos y mis recuerdos se pierden entre ausencias y carencias. Una tarde que caminaba en busca de trabajo me detuvo una gitana en medio de la calle y me dijo espantada: tienes mirada de cuchillo mi alma, de punta de pedernal. Da miedo mirarte. Desde ese día camino con la cabeza enterrada en los hombros mirándome la punta de los pies, yo no quiero herir a nadie.
Tengo treinta y cinco años, he intentado todos los trabajos que me permiten la ignorancia y el miedo, pero marcado por la inconstancia me veo obligado a dejarlos. Debo justificar mi existencia sin otra ilusión que continuar vivo, respirando, comiendo y necesito trabajar, confío en que algún día encontraré el trabajo que me acomoda, pero no tengo idea de cuál puede ser y hasta que lo encuentre seguiré dando tumbos. Mientras otros buscan desesperadamente compañía, incluso, momentánea, fugaz y son capaces de pagar por ella para combatir el ensordecedor silencio que los abruma y no soportan, a mí, en cambio, me aterra la sola idea de compartir un momento con un desconocido, me sudan las manos, intercambiar opiniones, o confesar alguno de mis recuerdos es un acto impensado. Finalmente la suerte me sonríe y me ha permitido encontrar el puesto ideal para quien la soledad, el silencio, las sombras, la noche, son la única alternativa de vida posible. Este empleo me permite estar a mis anchas, en mi elemento. Me he convertido en recepcionista nocturno de un hotel para parejas ocasionales, las miro entrar con un destello lejano de esperanza reflejado en sus ojos, una emoción en el tono de la voz, pero al salir ese destello se ha apagado y en su lugar se ha pintado un enorme desamparo imposible de esconder. La emoción se ha convertido en desaliento, los arropa la pena y no pueden esconderla, ni ocultarla en el silencio. Me mantengo despierto sin ningún esfuerzo durante toda la jornada, utilizo las palabras justas para entregar una llave de habitación y recibir el pago por el servicio de cobijo temporal, durante el día duermo en el mismo hotel, no tengo siquiera que salir a la calle a buscar lo que no se me ha perdido. |
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Jugando con las nubes Con las dos manos aferradas al volante y los cinco sentidos en estado de alerta inicio este viaje, la ruta es incierta pero he trazado el rumbo sobre un legítimo mapa de carreteras e imprevistos, mi meta es ambiciosamente ambigua, ya que no se trata de llegar a un destino específico, a un lugar determinado, a un punto poblado en esta difícil geografía de soledades inciertas, este es un viaje motivado por la búsqueda.
Atravieso la Patagonia en un intento por encontrar entre dilemas una idea que ha logrado escabullirse entre las sombras de mis necesidades inmediatas, es un pensamiento tímido, una imagen difusa que intento alumbrar con la lámpara prestada de los fulgores de este cielo, un cielo poblado de nubes caprichosamente refractarias, que puede ayudarme a encontrar la idea perdida.
Amanece, el sol abre con esplendor este día, impresionantes destellos ocres y dorados se difuminan en el firmamento, un chorro de luz despedaza una nube y la envuelve con los rojos y morados chispeantes de los obispos. El enorme ojo de fuego irrumpe con violencia, se adueña de un espacio reducido y dispara con seguridad y autonomía rayos en diferentes direcciones, intenta un avance rápido, pero es inútil tanto la sorpresa de la primera hora como su insistencia, su perseverancia no logra asustar a las tercas y firmes nubes que lo cercan y asedian con insolencia y desconsideración su condición de estrella única y es derrotado en la primera escaramuza. Hoy el sol despierta sin las fuerzas suficientes para esta lucha permanente que debe entablar cada mañana.
Estoy en el sur, en el confín de una geografía de sentimientos encontrados, salgo del Golfo de la Pena y conduzco en rigor por la Ruta del Fin del Mundo. En el trayecto tengo previsto ver, aunque sea de lejos, el Cabo de la Buena Esperanza y ese estrecho que lleva el nombre de ese recio navegante conocido por su apellido altisonante. Magallanes.
La carretera es una herida abierta de asfalto y contradicciones, una línea recta de soledades que se encuentra con el cielo entre súbitas bajadas y subidas impensadas. En ambos costados la uniforme sabana se extiende entre espejismos hasta más allá del alcance de los ojos y choca entre la bruma contra densas colinas de color incierto.
Acelero, se disparan con el vértigo de la velocidad los recuerdos y también los principios. Un grupo de pequeñas nubes obedientes inician una procesión detrás de un rectángulo oscuro, inevitablemente pienso en los desaparecidos sin tumba, sin gloria, en el mayor de los olvidos y la pregunta se hace obligatoria.
¿Dónde están enterrados los hombres que ya no tienen mañanas, que perdieron su futuro en la construcción de esta carretera?
Sus huesos quizás los dispersó este viento invencible que estremece el auto y por momentos me hace perder el control, este soplo constante, invisible, de fuerza extraordinaria, que obliga a cambiar incluso el curso natural de los árboles y dobla para siempre sus ramas y los despeina hasta la ridiculez extrema.
En el cielo las nubes se asemejan a objetos conocidos, a ciertos animales premeditados, a imágenes de sueños, persigo las formas de las nubes con la intención de adivinar sus posibles transformaciones y no logro acertar en ningún caso, las nubes me sorprenden con figuras inesperadas, insólitas, dramáticas.
Llevo horas manejando sin detenerme en esta impresionante soledad, un auto me rebasa, calculo que debe estar sobre los 150 kilómetros por hora, se aleja y emprende una subida agónica en esta ruta del fin del mundo, la carretera parece tocar el cielo y abrir la puerta de los olvidos permanentes.
El auto que me rebasó está a punto de llegar al final de la cuesta, una nube enorme y deforme se apodera del cielo que muestra la intensa devastación de los colores, la nube se detiene en el vértice que une al cielo con el camino y hambrienta, con la insaciable voracidad que la vida nos tiene acostumbrados engulle al vehículo indefenso y sin detenerse sigue el rumbo que el viento le traza indiferente. Me detengo. Bajo del auto y es aquí en donde se inicia mi verdadero viaje, el camino me muestra el punto de partida de esa idea que logró escabullirse hasta hoy entre las sombras. Finalmente encuentro la punta del hilo del pensamiento tímido. En el sur, al intentar atravesar solo la Ruta del Fin del Mundo, descubro que la vida es una ilusión, un espejismo, un juego de sombras, o de nubes en un cielo compartido.
De aquí en adelante mi única certeza es la pregunta inmediata y para la cual no tengo respuesta todavía. ¿Cuál es mi rol en esta ficción? |
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No Sé lo que Vi
Bajé del auto temblando de miedo, caminé entre las sombras de la medianoche los pocos metros que me separaban del bar y entré sin mirar a nadie, sonaron doce campanadas desde la torre de la iglesia y el pueblo siguió durmiendo sin sobresaltos. Me senté bajo la luz amarilla de una lámpara y pedí una botella de ron Pampero, un “Caballito Frenao” y también un vaso corto, de vidrio. En ese momento recordé, que en las funerarias sirven un dedo de ron en pequeños vasos plásticos para brindar por los muertos y el miedo apareció una vez más. Revivo los sucesos terribles que acabo de atravesar sin llegar a comprenderlos totalmente. Quité los sellos originales, abrí la botella recién llegada y con mano temblorosa llené el vaso hasta más allá de la mitad, de inmediato y sin pensarlo me empujé casi sin respirar tres buenos tragos de ron. Un anciano, único cliente a esa hora se me acercó, se sentó con toda confianza a mi lado y dijo. -Parece que acaba de ver un espanto el amigo-. -No sé lo que vi-. Respondí. Aturdido todavía por la experiencia sufrida recientemente. Sin esperar invitación se sirvió generosamente de mi botella. Yo necesitaba hablar urgentemente con alguien y dije. -Soy un cobrador-. -Todos los meses recorro miles de kilómetros, atravieso el país para cobrar las deudas atrasadas de los comerciantes que hacen pedidos a la compañía y luego les cuesta pagar los compromisos-. -No acepto cheques, únicamente efectivo y puedo asegurarle, que lo más peligroso para un hombre que lleva dinero ajeno en sus bolsillos, son las mujeres, por lo tanto las evito-. El anciano intenta adivinar lo que yo balbuceo con poca, o ninguna coherencia. Me escucha con atención y bebe con la misma rapidez que yo, o quizás un poco más. -Yo conducía por la autopista 5 Sur, el ojo enorme de la luna me miraba sin pestañear, al llegar a la salida de Guanare me encontré con el cruce cerrado, no había letrero, ni advertencia alguna, unos troncos enormes impedían el paso y obligado tomé el desvío a un camino vecinal, apenas había avanzado un kilómetro y de improviso, al final de una pronunciada curva se atravesó en mi carrera una vaca, frené con tanta fuerza que el cinturón de seguridad me marcó todo el costado-. -Asustado por la posibilidad de reventarme contra el animal y despedazar el auto, sin salir del sobresalto, temblando todavía por el miedo, para mi mayor asombro, en medio de la nada y a mitad de la noche, una mujer de cabello negro y largo hasta la cintura, apareció en el costado del camino, vestía de blanco hueso, la vaca había desaparecido por arte de magia-. -Intenté encender el auto pero no respondió, la mujer golpeó con insistencia la ventana del copiloto desde el hombrillo de la carretera y me obligó a mirarla-. -Resignado, con desconfianza, bajé la ventanilla del auto plenamente consciente de que en ese acto mecánico rompía mis propias reglas y podía ser mi perdición-. -Puedo ayudarte a encender el auto, yo sé un poco de mecánica, no tienes que bajarte-. Dijo con dulzura y seguridad. -Acepté de mala gana, abrí el capó del auto sin bajarme y ella se estuvo un rato con la cabeza dentro-. -No sabía que debía hacer y me mantuve aferrado al volante, lo utilizaba como un escudo de protección y al mismo tiempo me repetía-. -Eres un imbécil-. -Me mantuve aferrado al volante, inmovil, pero bombardeado incesantemente por mis pensamientos, que se convirtieron en feroces enemigos de la lógica-. -Pensé-. -En este momento debe estar descomponiendo el auto y dentro de poco se acercarán los compinches para asaltarme y matarme, quizás la enviaron mis enemigos y es parte de una componenda para sacarme del negocio, pero, y la vaca que apareció de la nada. Necesito comprender lo que está sucediendo, encontrar una respuesta racional a esta situación que resulta confusa y por supuesto incomprensible-. -Conozco la sensación del miedo, se inicia una insignificante alerta por un detalle menor que no has calculado, los pensamientos se sueltan en tu cabeza y recorren extraños vericuetos hasta hacerse dueños de tu imaginación, la imaginación, siempre contraria a la realidad te dicta las más extraordinarias y sorprendentes posibilidades y eres dominado por el miedo, por el pánico de estar en un mundo desconocido y ficticio que tú mismo has creado, los temores te invaden y te empujan en muchos casos a acciones desesperadas, o a la inmovilidad total-. -Asustado, paralizado por el miedo me mantuve aferrado al volante, mientras la desconocida salida de la nada intenta hacer funcionar mi vehículo-. -Intenté calmarme, centrarme únicamente en salir de esta carretera con vida y no matarme en la próxima curva-. -La mujer finalmente sacó la cabeza del motor, me indicó por señas que lo encendiera y apenas pasé la llave el auto respondió-. -La mujer me pidió que la llevara a su casa-. -No podía negarme, pero al aceptar llevarla ya me había arrepentido y comencé a lamentar en silencio mi debilidad-. -Volví a repetirme. Eres un completo imbécil-. -Intento no mirar a la mujer, tampoco le hablo, mantengo toda mi atención en el camino que es estrecho, atento a la carretera, a las curvas que se repiten con frecuencia, a posibles contratiempos y al mismo tiempo alerta ante cualquier movimiento de la mujer a la que no le tengo ninguna confianza-. -Quiero llegar a su casa y dejarla en la puerta sin bajarme del auto, olvidarme de este asunto y volver a la tranquilidad de estar solo, siento que la mujer me vigila en silencio-. -Intento controlarme, pero persisto en pensar que mis enemigos la enviaron, que uno de los deudores la envió para asaltarme y recobrar el dinero que acaba de pagar.- -La mujer se arrima hacia mí, coloca una de sus manos en mi pierna y pide que le encienda el cigarrillo que sujeta entre los dedos con la otra mano. Su rostro está muy cerca del mío, reconozco que no se de donde pudo sacar el cigarrillo que tiene entre los dedos y le respondo secamente con la verdad, sin mirarla-. -No fumo-. -En ese momento un grito espantoso rompe la noche, instintivamente frené y la mujer, o lo que era, abrió la puerta y se lanzó fuera del auto, dejó el eco de un llanto desconsolado que entristece hasta el viento que se queda detenido. La luna aprovechó y se escondió entre espesas nubes-. El anciano se sirvió lo que quedaba en la botella y dijo con seriedad de plomo derretido. -Tuvo suerte el amigo, se encontró con la Sayona, si le hubiera encendido el cigarrillo no la estaría contando-. |
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La ausencia es mala consejera Los retazos de una vieja melodía triste y dolida rompe y desgarra como sólo puede hacerlo una pérdida irreparable y total. Las melancólicas estrofas se anudan en mis labios y se amarran al pensamiento con los espesos hilos de los recuerdos. Repito las estrofas intentando seguir la melodía que ha guardado mi memoria y hoy en un juego del inconsciente las recuerdo y repito como autómata. Consigo entonar la canción en un murmullo con más pena y sufrimiento que ritmo. Con un agudo dolor, crucificado en la pasión, masticando sufrimientos y olvidos, canto, y las notas me lastiman. Dos gardenias para ti
con ellas quiero decir
te quiero….
.............
y si un atardecer
las gardenias de mi amor
se mueren
es por que han adivinado
que tu amor se ha terminado…
.......... Mientras canto encerrado en mi tristeza la miro detenidamente y entiendo que ella se pierde, se abandona en un abismo sin fe encerrada en una noche última de piedra y cal. No me deja saber sus razones y con un silencio testarudo me oculta el motivo de su actitud y mis preguntas quedan sin respuesta, flotan espesas en esta noche hasta desaparecer, como una fórmula inútil. Poco queda del brillo y la lozanía que fueron en otro tiempo admiración de todo aquel que tuvo la oportunidad de mirarla en el esplendor de su dicha. Yo La cuido con dedicación sin faltar un solo momento a mi obligación, dedico horas sin término a observar como se marchita sin remedio, intento descubrir un mínimo destello, una posibilidad, una señal remota de su posible mejoría, días completos y también las horas de la noche dedicados a contemplarla, vivir únicamente para atenderla, pero la consume la fiebre, una calentura que marchita su piel y la mantiene agotada, sin fuerzas para levantarse. La cubro con mis manos. Con esmero, cuidado y cariño busco para ella el lugar con la mejor luz en espera de un milagro. La dejo descansar atento a cualquier cambio. Unas veces la llevo cerca de la brisa y la protejo con toallas húmedas, otras tantas, cuando la siento dominada por temblores incontenibles, la muevo para que la calienten los rayos sanadores del sol. Nada detiene esta enfermedad sin nombre, esta fiebre desconocida más parecida a la tristeza, a un dolor que sube desde las raíces y mina sus extremidades, el cuerpo todo. Llegó el momento en que el esfuerzo de mantenerla con aliento me consume, me pierdo en afanes de socorro, con desesperación intento salvarla, le sirvo agua fresca filtrada en las piedras de la montaña, que recojo apenas asoma la aurora entre las sombras de la noche, la engaño para darle las vitaminas y a pesar de todos mis esfuerzos no reacciona. Tú no estas para ayudarme, me faltan tus manos de arco iris, el brillo de tus ojos, el tono de tu voz, las campanas de tu risa y yo me ahogo sin remedio en el lodazal de la desesperanza. Una noche de viento frío y luna menguante, contagiado por la misma fiebre que la consume a ella y lleno de angustia, sin saber qué hacer, después de innumerables intentos y esfuerzos sin resultado, un delgado hilo del pensamiento cruzó entre la maraña de razones y preguntas sin respuesta, y tejió esta idea que fue tomando forma hasta convertirse en certeza.
¡Tú le haces falta! Te necesita y mucho. No lo pensamos cuando decidimos tu viaje, no podíamos imaginarlo y ahora no encuentro la manera de volverla a la vida, poco a poco la pierdo sin remedio, tan pequeña, tan frágil. Se siente abandonada, huérfana. Y parece no estar dispuesta a resistir por más tiempo tu ausencia, se niega a aceptar esta separación que nadie le consultó, ni siquiera le asomamos la posibilidad de no verte por un tiempo y desconcertada se echó a morir.
Con esta idea convertida en certeza le hablo en susurros para no alarmarla. No recuerdo exactamente las primeras palabras, ni siquiera como inicie esa conversación con ella, más bien un monólogo. La bruma y la angustia de esa noche dan vueltas una y otra vez en mi cabeza. Recuerdo eso sí que asomaron sin aviso a mis labios perdiendo el tono y el ritmo los retazos de esa vieja canción triste y dolida, que no puedo dejar de entonar: Dos gardenias para ti
Con ellas quiero decir
Te quiero.
........
Y sí un atardecer
las gardenias de mi amor
se mueren
es porque han adivinado
que tu amor se ha terminado.
................ He debido repetir esas estrofas hasta secarme la lengua, luego guardé un silencio sin tiempo, intenté ordenar las ideas, o quizás, la canción se metió en la sangre y se adueñó de mí la loca idea de perderte.
Hago un esfuerzo por revivir ese momento, sé que pronuncié tu nombre varias veces y como en un sueño vago le pregunté, ¿la recuerdas? ¿la necesitas? Y entonces le confesé de inmediato: yo comencé a extrañarla antes, mucho antes de que se fuera, el mismo día que supe del viaje me hizo falta, una falta enorme que me mantiene aún sin aliento. No había partido todavía y ya me sentía perdido, me faltaba camino, horizonte, futuro, mañana. Cuidarte me ha servido para mantenerme fiel a la promesa que le hice. Nada le dije a ella mientras estuvo con nosotros, ni un comentario y menos un reproche. No intente siquiera por un instante hacerla desistir de la idea del viaje, yo guardaba silencio, me mordía la lengua, la ayudaba, le daba las fuerzas que yo había perdido, qué me abandonaron mucho antes de sentir su ausencia y que ella necesitaba con urgencia. Entregué mi espalda como soporte.
Insistí una y otra vez, con terquedad, en preguntar ¿la recuerdas? Para afirmar con seguridad: yo aún conservo su perfume, un aroma de nísperos maduros. En los espejos está grabada su imagen y su rostro se refleja con el mío, en las paredes permanece su sombra intacta, su voz me llama desde todos los rincones de esta casa, el calor de sus manos calienta las mías, su piel suave se quedó entre las sábanas y mis sueños van tras la huella de su paso, ella permanece en esta casa, está aquí y nos necesita, somos nosotros quienes la sostenemos contra los vendavales que ella afronta en este momento, ella está completamente sola y nos necesita.
No puedes dejarme, no puedes dejarla ahora y entregarte a ese irracional desánimo que nos perderá a ambos.
Recuerdo claramente que esa noche le dije: es apenas un hilo la línea que separa la tristeza de la alegría en esta espera nuestra, la ausencia causa estragos y vacíos, tú mantienes viva su presencia, me la recuerdas cada instante y si tú llegas a faltarme también, se cumplirá a cabalidad cada línea de la canción y entonces esta espera es inútil. “Y sí un atardecer
las gardenias de mi amor
se mueren
es porque han adivinado
que tu amor se ha terminado”
Al final ya no supe lo que dije, ni como terminó esa noche, al despertar me pesaba todo el cuerpo, una sensación de vacío, de pérdida, me rodeaba. Caminé con paso lento hasta la ventana y encontré mustia y marchita la Cala Enana que dejaste, nada pude hacer, pero al revisar entre las hojas muertas, varios retoños de un verde intenso se dejaban ver. Con manos temblorosas removí la tierra atropellando las lágrimas, las palabras. Gracias, gracias por no abandonarme, dije.
Los retoños han seguido creciendo fuertes y hermosos, las hojas suaves como tu piel, brillantes como tus ojos. Yo los cuido con esmero renovado hasta que regreses. |
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| jota jota |
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En Busca de respuestas
Busco respuestas ante la terrible situación que me tocó vivir y que encuentro inaceptable, no me corresponde este castigo. Obligado por la circunstancia de una partida inesperada, de una separación no compartida, de un final atroz, empujado con violencia al más absoluto de los desamparos, investigo el concepto de la muerte. Me he intoxicado de lecturas y repito de memoria un pasaje, quizás es de la Ilíada, pero ese detalle importa poco, lo verdaderamente importante es que en ese pasaje me reflejo. En fin, he decidido apropiarme de esa exclamación desesperada y la hago mía: “Malditos los tiempos en que son los padres quienes preparan los funerales de los hijos y no al contrario” Yo mantengo mi fe y no reniego de ella ni tampoco del Dios en el que creo, pero me veo obligado a explorar otros credos forzado por el peso de este enorme vacío, de este desasosiego que amenaza con tragarme, de la desesperación que no encuentra orden ni camino posibles y me domina. Me dedico a explorar otras doctrinas ante el abismo de una ausencia que nunca quise imaginar siquiera y a la que me empujan las circunstancias. En un corto periodo he tocado las puertas de todo tipo de creencias, me he asomado sin ningún pudor a los extremos inconfesables de dogmas, de ciertas sectas, de muchas supersticiones y variadas corrientes de lo oculto, de evangelios diferentes y si bien es cierto todas y cada una de las ideologías, filosofías, religiones, que levantan uno o más Dioses tienen un espacio preferencial para justificar y explicar la muerte, todas coinciden en que la muerte es la única certeza que nos acompaña desde el mismo momento que se inicia la vida. Luego de atravesar todas esas puertas para llegar a esta conclusión, puedo asegurar que ninguna explica este dolor que siento ante la muerte de mi hija. Exhausto, luego de este intenso recorrido en busca de una luz entre las sombras y aún, a sabiendas que la muerte no es ajena a nuestra condición de ser humano, debo reconocer, que acepto perfectamente el hecho cierto, que la muerte es lo único seguro que tenemos desde el primer aliento que nos lleva a iniciar esta aventura que es la vida y que además, la muerte nos precede desde el principio de los tiempos, pero el dolor de mi pérdida es inmenso, sobrepasa cualquier comprensión racional. En medio de este tortuoso camino me mantienen en pie los recuerdos de mi pequeña hija. No quiero respuestas teóricas, las respuestas que busco ante su muerte temprana y que no termino de aceptar, están en el camino que mi inocente ángel ha debido recorrer en la mayor de las soledades. Con el peso del increíble vacío que la ausencia de mi hija me produce, tal vez pueda seguir la vida que me corresponde llevar, si consigo mirar los ojos de la muerte y acompañarla hasta el final del camino y recorrer el sendero que mi hija atravesó, la ruta que le fue señalada en silencio y ella obediente siguió. Un amigo antropólogo se ofrece a ayudarme, me habla de una experiencia mística ante la muerte, una especie de rito iniciático que nuestros indios Yanomami realizan en lo más profundo de la selva. Emprendemos una expedición por el Amazonas, llegamos a un asentamiento Yanomami lejos de toda civilización. Mi amigo es bien recibido, él lleva regalos que son apreciados por toda la tribu y habla con el jefe y también el chamán. Un grupo de indígenas forman un círculo a mi alrededor, yo estoy sentado en el centro, frente a mí, el chamán, con una larga cerbatana y un plato de barro lleno de bolitas color verde intenso me habla pausadamente, yo no lo entiendo, pero mi amigo traduce lo que dice. Mi amigo habla en el mismo tono pausado que el chamán. La muerte, dice, camina con nosotros, es la sombra que no nos abandona y aunque por momentos la sombra desaparece no podemos escapar de su presencia, no podemos zafarnos de ella, nos está vedado verla, pero nos acompaña. Nosotros podemos ayudarte a que encuentres el camino que tomó tu hija y podrás recorrerlo siempre y cuando seas capaz de vencer el miedo. El miedo es un poderoso enemigo que nos paraliza ante la muerte. El chamán me entregó un saquito de moriche. Lo necesitarás para el viaje, dijo. Tomó la cerbatana y disparó directamente dentro de mis fosas nasales las bolitas verdes que tenía en el plato a su lado. Sentí cosquillas en la nuca, algo se movió en mi plexo solar y comenzó a ascender desde el coxis por mi columna vertebral, una serpiente incandescente de anillos plata y negro salió como un chorro de luz por mi mollera y reptando se internó en la selva. Sin perder un segundo la seguí, corrí entre árboles sorteando obstáculos con la mirada fija en los destellos de luz que despide la serpiente y la vi desaparecer dentro de una madriguera, un enorme pájaro de alas amarillas, fiero pico escarlata y patas negras protege la entrada, instintivamente revisé el saquito que me había colgado en banderola y encontré una pequeña cerbatana, dos peonias, algunas frutas de cundiamor y un trozo de cazabe. Lancé un puñado de cundiamores y el pájaro se fue tras ellos, aproveché para meterme por el boquete de la madriguera y me arrastré entre sombras persiguiendo el rastro de la serpiente, en la medida que avanzo se agranda el agujero hasta convertirse en una cueva por donde puedo caminar levantado sobre mis dos piernas, el calor es sofocante. Descubro al final de la cueva los ojos relucientes de la serpiente, mantiene la cabeza levantada en actitud desafiante, está enroscada alrededor de mi pequeña hija que duerme. Por un instante quedé petrificado, la serpiente se levantó aún más sobre sí misma, de sus ojos saltan chispas que inmediatamente se encienden a su alrededor, el calor es insoportable, amenaza con convertir la madriguera en un volcán. Tomé la cerbatana y disparé las únicas dos peonias, tan certeramente disparé que las peonias se incrustaron en los ojos de la serpiente, ciega y enfurecida comienza a buscarme con su lengua bífida, me paraliza el miedo, sudo a chorros, con las manos mojadas saco el cazabe del saquito y espero que la serpiente se acerque, cuando la víbora decidió atacarme y su cabeza de cuatro dientes se me acercó amenazante, la cubrí con el trozo de cazabe humedecido con el sudor de mis manos y de inmediato se quedó dormida. Cargué a mi bebé y salí de la madriguera, afuera, el inmenso pájaro al verme se me vino encima, saqué más frutas de cundiamor y extendí la mano, despacio y agradecido el pájaro comió la fruta, coloqué a mi niña sobre el pájaro, sentí batir sus poderosas alas y lo vi alzar el vuelo hacia los cielos. Cerré los ojos un instante para evitar que el polvo levantado por las alas me cegara y cuando volví a abrirlos el chamán, mi amigo y dos jóvenes Yanomami me abanicaban. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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Gracias, Rodrigo por este comentario. Siento que se te borrara el primero. Como dices, continuemos con “la primera vez que…” y ya veremos qué nos sale. Quizá nos sorprendamos. Un abrazo. |
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Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas. |
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| jota jota |
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El peso de los recuerdos en la mirada del migrante Desde niño la estación de tren fue mi lugar favorito, crecí entre sus corredores, sus túneles imprevistos, sus obligados pasos subterráneos. Me escurría por su estricta geometría iluminada con candilejas dispuestas en orden simétrico y caminaba con paso seguro entre desconocidos que perseguían el último minuto y sin poder alcanzarlo lo veian desvanecerse entre el murmullo de la multitud. En ese tiempo intenté sin éxito convertirme en viajero, pero algo me faltó siempre y nunca pude verme como ellos, me conformé entonces con imitarlos. Simulaba los pasos frenéticos de estos fantasmas en tránsito, que sin razón alguna, por puro instinto, eludían los ángulos y atravesaban en línea recta su destino sin siquiera dejar huella, poblaban los pasillos en horarios irracionales y avanzaban con el impulso repentino de prisas inusuales. En ese tiempo se me hizo imposible transformarme en viajero. Algo fallaba en la actitud, un detalle en la conducta, un nudo de arraigo me descubría y siempre fui un transeúnte local, que reconocido de inmediato, servía entonces para orientar a los viajeros en los vericuetos de la estación. Los verdaderos viajeros llevan su equipaje en la memoria, intentan contrariar la mirada inflexible del guardia de turno y resguardan en las esquinas de su memoria infalible, doblados con inusual ternura, los tesoros imprescindibles que conservan a pesar del tiempo, de la distancia y creen que esos recuerdos atesorados con paciencia los diferencia de los otros viajeros. Con afán desmedido buscan el vagón que les corresponde, el asiento que les ha sido asignado, intentan encontrar en ese reducido espacio el rumbo que perdieron apenas se alejaron de su casa. Las ausencias obligan un suspiro sutil y se sientan finalmente con la derrota a su lado. La mirada insiste en buscar el camino de regreso que los evade, que jamás encontrarán, porque se han hundido en el sopor del sueño de los adioses. Se han convertido en corazones extraviados y es esa intensidad en la mirada lo que los hace distintos y los transforma en viajeros. Una vez más me encuentro en una estación de tren desconocida a una hora impertinente. Ya no necesito imitar a los viajeros, me he convertido en un migrante, en un penitente sin fronteras ni destino, mi horizonte es el próximo paso, llevo impreso en la mirada el camino de un regreso que jamás encontraré, soy un corazón extraviado en fronteras desconocidas. Yo vengo de tantos lugares esquivando la tristeza. Caminé bajo cielos remotos para escapar de las sombras, de los malos recuerdos, eludí los mares del olvido, huí de la soledad y su tormento implacable.
Yo vengo de una tierra arrasada por el odio que gentes perversas sembraron veinte años atrás. Yo camino con el desierto del desarraigo a mis espaldas y la arena borra mis huellas. Atravesé fronteras impasibles, llegué hasta el confín de los silencios para desafiar la fatalidad, que finalmente triunfó, y vino a darme alcance en un remolino de emociones encontradas que yo creí haber enterrado. Un batallón de grillos impenitentes ha copado todas las posiciones y me asalta sin darme tregua. Con insistente terquedad la estridencia chocante de los recuerdos me obliga a permanecer oculto entre grises antipáticos. Intento arañar el futuro sobre huellas distorsionadas por los vendavales del tiempo, pero cada nuevo esfuerzo me impone la barrera implacable del pasado, la cobardía de la huida. Entro a la cabina del desaliento, una vez más recorro los manoseados, gastados y doblados bordes de las fotografías que me acompañan, se han diluido los colores entre la bruma de un tiempo estancado en la memoria, la imagen es difusa y tan dudosa, que no atino a saber si es recuerdo o una invención para llenar mis propios vacíos. Imágenes fugaces. Rostros detenidos en un instante. Las palabras rotas abren viejas y dolorosos heridas de otros recuerdos, de otros errores cometidos a lo largo de la vida. |
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