Este es un relato "de los de antes", de aquellos de siete palabras obligatorias, aunque ahora sin rigurosos plazos que constriñan nuestras creatividades. Me ha parecido conveniente renacerlo en estos días, otoñales y melancólicos como el propio relato es. Don J.J., puede usted abrir plazo para un nuevo palabrero, aunque este quede vigente para nuevos y deseados relatos.
ATARDECER. IMPRESIONES.
Era una de esas tardes en la que las voces se confunden con sus ecos, en las que apenas un tibio rayo del sol del atardecer da calor y luz a nuestras vidas; era, en definitiva, una tarde anodina, de las que uno desea y ruega que pasen pronto, como si se pudiesen saltar con la larga pértiga de alguna vida prestada.
Era una tarde en la que el mar volvió a la calma después de casi una semana de violentos temporales. El pronóstico meteorológico había anunciado un fin de semana apacible, con las temperaturas suaves y los vientos rolando hacia el sudoeste, que son los más tranquilos en esta zona.
Así que me decidí pasear por el sendero que, entre las rocas, bordea el mar. De vez en cuando, en alguna de las tortuosas curvas del camino, un abrupto acantilado permitía ver en su fondo restos de la pasada tormenta, como una especie de modelo a escala reducida de lo que fueron los rugidos y la virulencia del mar enfurecido: olas que nacían de un vientre marino todavía no apaciguado, como si los dolores de algún telúrico parto le impidiesen el sosiego, y que se estrellaban con una fuerza, deliberadamente sumisa, premonitoria tal vez de un nuevo y más violento despertar, sobre las rocas rojizas, puntiagudas, de amenazadores volúmenes, adornándolas con vistosas y descabalgadas coronas de espumas, compendio de las más disparatadas formas que a mí, observador ajeno a aquella épica marítima, me sugerían blandas geometrías informes, ausentes de teoremas y coordenadas.
Eran como universos infinitesimales e instantáneos, apenas insinuaciones de otros mundos que son, en su contenida dinámica, contradicciones de la serenidad de un paisaje liminal, siempre frontera entre la verde calma de los pinares y de los lentiscos y la imprevisible agresividad del mar, ahora con ese dormir agitado, apenas enunciado por la respiración monocorde, profunda y asíncrona de aquella inmensidad verdinegra que es el espejo roto del mar.
Y de aquellos efímeros aderezos nacían mis sueños de atardecer, a base de deseos entibiados e imaginería de prodigios. Pequeñas sirenas oferentes, globosos tapices que ocultaban con sus delicadas formas la vesania de aquellas rocas sobre las que nacían y morían en inexpresables períodos de tiempo; geometrías inestables para iluminar aquellas diarias muertes y su permanente renacimiento: el suicidio constante, sugerente, de las olas que se entregaban en un último acto de amor a las rocas que eran su final y su principio.
¿Cuántas veces me he preguntado, en este otoño de mi edad, cual de los dos territorios me daría mayor protección cuando todo acabe? ¿el mar, con su seguridad unidireccional y sin atributos, solo la seguridad de una placenta eterna? ¿o aquella de la tierra violentada permanentemente, cambiante por la continua dinámica de los tiempos y los hombres?
Busco la respuesta en estos paseos vespertinos, viviendo en la encrucijada de los ocasos colores cálidos, del tibio aliento marino de esa madre, forzosamente tirana, que tantas veces me llama para cobijarme bajo su austero manto, sin flores, sin lápidas, sólo con esa música callada, eterno susurro de las sirenas invisibles a las que opongo, tenaz y humano, las bellezas cambiantes de la tierra aledaña, con sus zumbidos de abejas, con los trinos de solistas invisibles, con esa vida que, aunque violentada, sigue; y que me ofrece seguir siendo humus y detrito, alimento residual como el que ahora, hombre vivo, soy.