- Hola, yo. ¿Otra vez en el camerino?. ¿Cómo te fue la actuación?. Desde aquí no puedo oír los aplausos, pero a juzgar por el brillo de tus ojos, diría que mal. No los escondas, no los apartes. Es lo único que queda de ti con vida, a salvo de esa máscara inamovible de maquillaje y músculos entumecidos que es tu rostro.
Una lástima. Eras un gran actor. La gente aclamaba tus actuaciones, se emocionaban cuando llorabas y reía con ganas cuando tu faz de comediante se agitaba como una llama impulsada por la expresividad en los gestos y la risa contagiosa, vagando entre la exaltación y la apatía. El público te adoraba. Se sentían tus cómplices y los productores se rifaban tus servicios por hacer papeles de galán en cada nueva obra que el teatro estrenaba.
Pero llegó el día en que aparecieron las arrugas. Entonces, todo cambió. Los papeles de galán dejaron de llegar y los productores que tanto te habían deseado comenzaron a descartarte por viejo, como si la juventud no se llevara por dentro y las arrugas no pudieran cubrirse con el maquillaje. Por ello acudiste a esa clínica en la que prometieron devolverte con el Botox la juventud perdida. Una sustancia que paraliza los músculos de la cara, aquellos con los que un actor desempeña su mímica. Deberías saber que el Botox es una toxina que bloquea la transmisión de estímulos. Las expresiones que empleabas en tus funciones eran la causa de tus arrugas. ¿Cómo pudiste?. Es como si un pianista se embalsamase las manos por tener callos. ¿Qué clase de actor eres?. Las arrugas de tu rostro formaban un mapa de tu propia vida. El resultado de tus risas y llantos, de tus tristezas y alegrías desde el día que naciste. Un curriculum vitae grabado por el tiempo. Quisiste destruirlo y ahora es un semblante inexpresivo, como la efigie de una moneda, un Dorian Grey de ti mismo que ahora habla a través del espejo en un oscuro camerino.
¿No me crees?. Prueba a sonreír. Una sonrisa como las de antes, llena de luz y candor, de esas que encandilaban a todo aquel que te trataba. Cuidado. No te salga una pata de gallo…. No puedes, ¿verdad?. Ese moflete sonrosado, hinchado como el de un cerdo, no es capaz de moverse mas allá de unos milímetros. Dejaste de hacerlo por evitar las arrugas. Cuando te inyectaron ese veneno bajo la piel mataron tu sonrisa y con ella una parte de tu alma.
Estás acabado. Es hora de que lo admitas. ¿Qué andas buscando en el cajón?. ¿Una pistola?. ¡Qué melodramático!. Me recuerdas a Marlon Brando en aquella película de vaqueros. ¿Me hablas a mí?. Porque aquí no hay nadie más. Deja de fanfarronear. Si no tienes valor para afrontar una vida con arrugas, mucho menos para pegarte un tiro. Eres un cobarde. No tienes agallas. Pero espera un momento, deja que te mire: rostro inexpresivo, pistola en mano, inasequible al desaliento, necesita un nuevo trabajo… ¡Estás perfecto para hacer cine!.
caizán
30-08-2012 01:38
METROSEXUAL
Las cosas nunca son lo que parecen ni parecen lo que son. Esto que suena a perogrullada es una verdad absoluta, ustedes lo podrán creer o no, yo les respondo como diría Gervasio:--Es igual.
Él nunca tuvo en claro eso de metrosexual, tampoco quería preguntar. Su cuñado decía serlo; una cosa es no saber y otra, que los demás sepan que uno no sabe. Por lo tanto nunca se animó a preguntar, hasta esa noche que le hicieron la despedida a Andrés, su cuñado, se iba a Tailandia.
A las tres de la mañana, Gervasio había soltado los frenos ayudado por la casa Torres, sus vinos y el Brandy 10 años. Con la lengua estropajosa, preguntó: --A ver, Tío ¿De qué va lo de metrosexual?
--Básicamente, se trata de cuidar el cuerpo. Dicen que uno es lo que come. Yo…
--Eres un cerdo—lo interrumpió Gervasio –has comido como un cerdo.
--Querrás decir como un cura.
-- ¡Es igual!
Toda la mesa soltó la carcajada. Andrés solo sonrió.
–Aunque seas un pelma, igual te explicaré para que lo tengas claro. Hoy hice una excepción en mi rutina. A partir de mañana, volveré a ella y puedes estar seguro que a mi vuelta, estaré en este peso o menos.
--Explícame lo de la rutina.
--Vale. Lo principal, es comer seis veces por día: desayuno, media mañana, almuerzo, media tarde, merienda y cena. Lo accesorio: hacer gimnasia; cinta, bicicleta y musculación. Ahora te explicaré lo de las seis comidas por día – Miró a su cuñado, la cabeza caída sobre el pecho; no podía oír nada. Se dio cuenta y remató: --cuando vuelva del viaje, te lo contaré para que aprendas y lo apliques. Vámonos, Maruja –era su mujer, saludaron y se fueron.
Varios días después, Gervasio recordó, confusamente, su pedido de informes y la respuesta: “Comer seis veces por día” —Eso es fácil se dijo, la semana que viene empiezo.
Cuarenta y cinco días después regresó Andrés. El primer llamado de teléfono fue del cuñado ---Necesito verte, tengo un problema.
--¿Qué te pasó? Cuéntame.
--No. Mejor nos vemos personalmente, quiero que veas el resultado de tu consejo.
--Consejo ¿Qué consejo? Acabo de llegar, si te corre prisa, vente por casa, si no, debemos esperar una semana.
--Vale. Nos tomamos un cafelito el miércoles que viene, donde siempre. No corre tanta prisa.
--De acuerdo. Nos vemos.
El día prefijado se encontraron, Andrés buscó a su cuñado, estaba en una mesa del fondo
--Tío, vaya lugar que has elegido ¿por qué no te has sentado junto a la ventana?
--Bajo tierra quisiera estar.
--¿Qué te a pasado?
--¡Mirame! --Se puso de pie.
--¡Jolines! ¿Te han echado aire en la gasolinera?
--Ya quisiera. Me quitaba la espita y lo vaciaba; es el resultado de seguir tu consejo.
--¡Y dale con el consejo! No recuerdo nada y menos darte un consejo para que aumentes veinticinco kilos.
--Solo diez y siete. Pero igual, mirate, tu has bajado de peso y yo he subido ¡Y los dos con la misma dieta!
--¿De qué hablas. Tío?
--De adelgazar, comiendo seis veces por día.
--¿Y qué menú te di?
--Ninguno. Solo me dijiste que debía comer seis veces por día, y tal.
--¿Qué comiste?
--Desayuno: Colacao con churros, media mañana: licuado de plátano con leche, almuerzo: cocido gallego, media tarde, licuado de manzana con leche, merienda: Colacao con churros y cena: carne al horno con papas, cebollas, pimientos y boniato; el postre: helados.
--Pero: ¿Quién te dio esa dieta?
--Nadie. Dijiste que para ser un metrosexual, había que comer seis veces por día y lograría un cuerpo como el tuyo.
--¡Eres un hil y polas! No sé de donde sacaste eso, lo que sé, seguro, es que nunca te di un programa alimenticio ni una rutina de ejercicios.
--Pero, yo pensé que… -- Andrés, fuera de sí, lo interrumpió:
--Has engordado diez y siete kilos. Para, por Dios, Gervasio. Eres un animal y terminarás como un hipopótamo. ¡Para!
Gervasio comprendió, y se echó a llorar.
JSM
Gregorio Tienda Delgado
25-08-2012 01:07
Amigos escritores.
Cuatro excelentes relatos no son pocos, teniendo en cuenta que el verano es perezoso, y más con el intenso calor que estamos soportando.
Gracias por vuestra participación, por vuestros comentarios en general, y por los que a mi texto se refieren.
Empezamos una nueva etapa. Lean la propuesta arriba en el inicio.
Saludos.
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.
caizán
16-08-2012 21:41
MI PERSONAJE INOLVIDABLE
Después de muchos años de no vernos, nos volvimos a encontrar hace unos días. Luego de los consabidos: -- ”Estás igualito; te reconocí enseguida; parece que fue ayer, etc. etc.” Volvimos a hablar sobre esos tiempos vividos en nuestra común juventud, digamos que compartimos nuestra vida entre los veinte y los treinta años, común a ambos. Luego todo cambió, él se casó. Yo no. Lo suyo fue: trabajo, familia, y el mío siguió su derrotero: soñar, pensar, correr detrás del amor en una búsqueda permanente, sin punto final.
Lo recuerdo bien, naturalmente: joven, no mal parecido, con bigote y un corte de pelo sobrio. En ese tiempo quería escribir, pero no se animaba ni se decidía a estudiar para ello. Siempre afecto al menor esfuerzo, hacía teatro, tampoco estudiaba para, no creía en un destino de actor como profesión, no quería sufrir lo que veía en sus compañeros: privaciones de todo tipo, hambre en algunos. Su presente era económicamente sólido, comparado con la endeblez de los otros.
Servicial, buen compañero. En ese mundo, lleno de privaciones, un día apareció con un coche, viejo ¡pero, era un auto que funcionaba! Lo escondía a unas cuadras del teatro para no ofender, lo descubrí por casualidad una madrugada de lluvia mientras esperaba el colectivo y me tapaba la cabeza con un diario. Me llevó a casa y me pidió silencio sobre este viaje.
Fueron buenos años, por lo menos a mi me lo parece, compartimos muchos días felices y también las ideas políticas. En ese tiempo, muy importante, había mucho fundamentalismo o empezaba a haberlo; creo que ninguno previó lo que vendría, yo por supuesto, no. Ninguno de nosotros fue un ultra en política, éramos demócratas, mesurados demócratas. Nada más. En esa argentina, desmesurada, éramos un pequeño lunar
¿Qué nos separó? La vida. ´Él se casó, yo no. Él tuvo hijos, hogar, proyecto económico, una buena compañera durante años. Yo seguí soñando, buscando el amor, el futuro, lo imposible. Había demasiada dicotomía para seguir juntos, sin envidia, cada uno aceptó al otro y se fue, tomando otro camino. Nunca nos despedimos Sin darnos cuenta estábamos lejos uno del otro. Hasta hoy.
Nos rencontramos con afecto. Los dos solos,como en nuestra juventud. Quizás esa fue la principal motivación del encuentro. Sentados, mirando pasar la gente y nuestra vida; reconocimos que lo único que nos mantenía unidos era, que ambos usábamos el mismo documento.
JSM
Rodrigodeacevedo
16-08-2012 14:39
Queridos compañeros: Definitivamente me he pasao de texto. Como es verano, el personal está ausente y el tema me ha enganchado, no veía el momento de acabar.
Si es inaceptable, pido disculpas y, naturalmente, autorizo su retirada a las instancias superiores". Si no, pues que lo disfrutéis; el doble por el mismo precio. De nada.
UN VIAJE EN TREN
Cuando uno se enfrenta a un relato con este argumento una cierta sonrisa de satisfacción se le dibuja en los labios, como diciendo: “Vaya, esto está chupao; relatos basados en hechos significativos de nuestra infancia, o adolescencia, o...” y uno, en su ingenuidad, tira de memoria y empieza a repasar sus andanzas, o las andanzas de otros que hubiesen marcado su vida. Y ahí comienza el drama: nada que resaltar, o, al menos, nada que resaltar que pueda interesarle a otros. Yo imagino que sí, que han habido muchas cosas que en aquellos nuestros años de formación y amoldamiento fueron trascendentes... entonces.
Hoy, desde la perspectiva de los años, filtradas por el tamiz de la memoria, esas cosas, esos acontecimientos se minimizan, se relativizan, perdiendo la importancia que entonces y todavía en algún momento de nostalgias les atribuímos, al igual que sucede con el tamaño de nuestros paisajes infantiles, de nuestras antiguas casas, de las vacas del corral vecino, que pasan de ser descomunales, porque eran niños, y niños bajitos, quienes los veían, a recuperar su escala normal, esa en la que ahora nos desenvolvemos.
Entonces, un tren era un artilugio enorme, ruidoso, sudoroso y sucio, un monstruo disforme en el que podían ocurrir las cosas más inauditas. Hoy, aquellos trenes hasta nos parecen obras de arte de la ingeniería de entonces, con sus dorados relucientes, con sus maderas pulidas y brillantes. Incluso el impersonal paradigma de la modernidad que es el AVE, nos resulta familiar y hasta humano, un juguete algo mayor, pero esencialmente lo mismo, de esos con los que juegan mis nietos.
El tren, los antiguos tenes. Un reciente relato de Caizán me ha traído recuerdos de aquellos tiempos en los que los ferroviarios eran una especie de héroes, tiznados, con sus manos, su rostro y su “mono” cubiertos de tiznotes de grasa. Una parada del tren en medio de la noche, en medio de la nada que eran entonces las tierras sedientas de España era una fuente de aventuras que brotaba incontenible en la imaginación de los niños y no tan niños. Pero el alma del tren no eran solo los ferroviarios y los inspectores cachazudos y mal uniformados que picaban nuestros billetes. El tren tenía un alma poliforme, casi universal: desde la sala de espera donde nos hacinábamos los viajeros de tercera, hasta y sobre todo, esos mismos viajeros, con sus cestas cubiertas con paños en las que llevaban los embutidos, las tortillas, las hogazas bienolientes, recién horneadas. Y algún que otro obsequio para la familia de la ciudad -ya saben, allí no es como en el pueblo, les falta de todo; unos choricicos, unos huevos recién puestos, pobrecicos, cómo los agradecen.
Cuando el tren arrancaba, en cada departamento (cuando teníamos el privilegio de viajar en un tren con departamentos y no en aquellos inmensos y desolados vagones sin compartimentar) se organizaba una pequeña y efímera familia. Una especie de sustrato emocional nos servía como magma solidario para compartir la aventura del viaje. Las elementales presentaciones, las razones del viaje: pues yo vengo de Alcázar de San Juan y voy hasta Baracaldo, casi tres días de viaje, mire usté. Después, el compartir la pitanza, rústica pero sabrosa, con alguna bota de buen vino que nunca faltaba: pruebe usté este jamón, es de mi matanza, este año han salido muy buenos. Ande, coma una de estas perrunillas, las hizo ayer mi nuera, las borda... en eso estoy contenta, sabe usté...
Yo, en aquella época, viajaba cuatro veces al año desde Extremadura hasta el norte, por estudios. Los trenes que iban al norte solían ser todos de departamentos, lo que propiciaba la intimidad de los viajeros y, cosa curiosa, hacía brotar una especie de reglas de educación impensables y no mostradas por aquellas buenas gentes en otros ambientes: ¿Le importa que abra un poco la ventanilla? Hace un calor agobiante ¿verdad? ¿Podríamos apagar las luces? parece que el personal ya va teniendo sueño. Y así. Mi recorrido incluía dos transbordos, que en mitad de la noche solían ser accidentados: cargados con las viejas maletas de cartón, la cesta de las viandas, ayudando al abuelo que, sabe usted, está muy mal de las piernas. Después, unas horas interminables en la sala de espera “de los de tercera”. Gélida, casi agresiva en su inhóspita conformación; raras veces dotada con una miserable estufa que solía estar apagada. En la cantina de la estación uno se calentaba con algún carajillo de coñá y compartía algunas palabras con el señor de enfrente.
En uno de aquellos viajes nos sucedió algo que hoy, como si el tiempo hubiese viajado en dirección contraria, se ha magnificado en mi imaginación. Entonces fue un incidente del cual yo no supe, no sabía, interpretar su trasfondo. Hoy puedo encuadrarlo perfectamente en las coordenadas de aquel tiempo y derivar de él bastantes aspectos de lo que era la vida y la sociedad de entonces y cómo mi apreciación de aquella realidad social, sólo intuída entonces, hoy ha tomado cuerpo y me ha permitido analizarla y juzgarla con otros instrumentos más objetivos, con una visión de la Historia más real, menos manipulada, menos producto del “pensamiento único”, ese que hoy, desgraciadamente, nos vuelve a enseñar sus garras.
Estábamos ya todos acomodados; las maletas y las bolsas situadas en los portaequipajes rudimentarios de los que se disponía y, más o menos, con nuestro “espacio vital” en los asientos equilibradamente repartido. Como era ritual, los más jóvenes ofrecíamos a los mayores el asiento junto a la ventanilla; eran los pasajes preferidos. Entonces se abrió bruscamente la puerta del departamento y su hueco fue cubierto por una enorme figura de hombre. Un individuo que todos, en nuestro fuero interno, calificamos de peligroso. Mal encarado, sin afeitar, vestido casi con andrajos, llevaba terciada sobre el hombro derecho una manta militar, enrollada y unidos los extremos con una cuerda; sobre el hombro izquierdo llevaba asismismo terciado un morral de cazador. Y sobre todo ello un capote de los que se usaban en el ejército, deshilachado, roto y sucio. El hombre nos miró pausadamente y con una voz inesperadamente agradable dijo: “Soy un fugitivo, un maqui. Voy armado y tengo necesidad de llegar a Aguilar de Campoó. No quiero molestarles ni que me crean un peligro. Voy a esconderme allí arriba, detrás de las maletas. Pronto vendrá la policía y preguntarán; nadie ha visto nada ni sabe nada. Si alguien habla o hace algún signo que alerte a la secreta me lo cargo de un tiro. Yo ya no tengo nada que perder. Buenas noches y queden ustedes con Dios.”
El “allí arriba” al que se refería el fugitivo era un espacio al que se accedía trepando desde los asientos, que ocupaba lo que era el techo del pasillo exterior. Un hueco profundo que los viajeros aprovechaban para situar sus bultos más voluminosos. Pronto quedó instalado el huído y nuestras maletas eran un parapeto que garantizaba su invisibilidad. Arrancó el tren y, como era de esperar, un silencio ominoso ocupó el lugar del alegre parloteo que solía acompañar la partida. Poco a poco los viajeros nos fuímos habituando a la situación y la charla se generalizó, evitando, claro está, toda referencia al intruso.
Al poco pasó la pareja de la Policía secreta, con su siniestra presencia; largos gabanes de cuero negro con las solapas alzadas, gafas de cristales oscuros y la voz: esa voz amenazadora y turbia solicitando nuestras documentaciones. Yo, aún menor de edad, viajaba con una autorización paterna, diligenciada en las oficinas del Glorioso Movimiento y de la Guardia Civil, lo que no me eximía de la minuciosa, casi obscena inspección de mi persona. El silencio se mascaba. La atmósfera parecía haberse densificado hasta adquirir la consistencia y la frialdad del mercurio, con su misma letal carga de veneno. Al fin salieron los policías y las luces volvieron a apagarse. Nadie suspiró aliviado, porque “allí arriba” seguía “él” y “ellos” podían volver inesperadamente en cualquier momento.
Finalmente el tren ralentizó su marcha y una voz metálica anunció: “Aguilar de Campoó, dos horas de parada”. Desde “allí arriba” la cabeza rapada de “él” inspeccionó el departamento. Se dirigió a mí: “Oye, chaval: sal al pasillo y mira a ver si está libre; y cuidado con engañarme.” Cuando le confirmé que no había nadie bajó con mil precauciones y antes de salir acarició mi, entonces, crespa cabellera. “Gracias, chaval. Ojalá no nos volvamos a ver.” Bajó por la parte opuesta al andén y se perdió en la noche. Ahora sí que el suspiro de alivio fue general: al fin tranquilos. Pero el alivio fue dramáticamente interrumpido por el tableteo de una metralleta, uno de aquellos ominosos “naranjeros” de la Guardia Civil. Nunca supimos qué había sucedido. Únicamente que en nuestra imaginación la figura del fugitivo, de aquel maqui desconocido, se revistió con una cierta aureola de héroe. Trágicos héroes anónimos, víctimas finales de aquella España con silencio de cementerio.
Gregorio Tienda Delgado
16-08-2012 01:19
Compañeros y compañeras de letras, dos días para publicar vuestros relatos. El dís 18, comenzamos los comentarios.
Saludos.
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.
Castelo
13-08-2012 21:56
FUE POR AMOR
¿Qué edad tendría? Poca, supongo; aún estaba tierno. Lo sé por lo cercano del recuerdo, por ese calor que van tomando las vivencias según crecen con el tiempo en la memoria.
Un chaval, ni adolescente siquiera, con mi mismo nombre y mi mismo cuerpo, pero tan diferente que incluso un callo como yo se enternece al revivirlo. Es curioso, pero hoy lo observo casi como a un hijo. Imaginaos; yo, padre e hijo a un tiempo; extraña y hermosa sensación. Ojala pudiese aconsejarme en la lejanía; o mejor no. Hasta aquí he llegado errando, más lo que me quede.
Andaba por entonces, como todos, tras una chica del barrio. Una niña mona, rubita y menuda; aún hoy conservo ese gusto. Se llamaba Ana, como no podía ser de otra manera. Me explico; todas las novias que he tenido de cierta duración, incluida mi actual mujer, se han llamado Ana, excepto una que mejor no recordar.
Coincidencias de la vida, o el destino, a saber.
El caso es que ese día en concreto de agosto ella estaba de cumpleaños. Si, era virgo (por partida doble) y yo quería impresionarla con un regalo chulo. La única pega es que no tenía un duro.
Como no hay problema sin solución me dispuse a hacer cierto el refrán y entré, decidido y sigiloso en Galerías Preciados. Una cinta cassette de “Alaska y Dinarama”, muy de moda entonces, titulada “Deseo carnal”. Toda una declaración, ya lo creo.
En un despiste de la dependienta la cinta pasó a mi bolsillo, y yo a la calle con mi botín.
“Quien roba al ladrón tiene mil años de perdón” me consolaba. Pero la cosa no quedo ahí, como era de esperar ¡Ah, la ambición!
Al salir bien la primer jugada, decidí terminar el partido, y me dije que por qué no me hacía yo un regalo también, ya puestos. Así que me fui al Corte ingles ¿Objetivo? Algo de “Iron Maiden”, creo recordar.
Al tiempo que me guardaba mi nueva presa en el pantalón, sentí como una mano sujetaba fuertemente el cuello de mi camisa:
- Acompáñame, listillo – escuché
El guardia me condujo hasta una puerta tras la cual había un cuarto totalmente aislado de la tienda. En él, dos hombres; uno sentado en una mesa, con monitores de cámaras de seguridad, y otro a su lado, fumándose un cigarro.
-¿Qué ha hecho esté? Preguntó el fumador
- Quería robar esta cinta, el cabroncete
Yo estaba blanco. No sé cuantas veces pude llamarme idiota en ese corto espacio de tiempo (eterno para mí) pero fueron muchas.
- ¿llevas algo más?
Note como mis incipientes cojoncillos se subían a la garganta como huevos de codorniz. Dije que no.
- A ver, chaval, dame tu teléfono. Vamos a llamar a tus padres.
Mientras le daba un número falso, el hombre miraba el bulto de mi bolsillo. Ya no había excusa.
- Vacíate ese bolsillo, anda.
Yo, según sacaba la cinta de la chica, en uno de estos arranques de dignidad que te dan cuando estás perdido, dije, muy entero:
- Esta cinta no es vuestra; mirad, tiene la etiqueta de “Galerías”.
- ¡Anda! Que chulo nos ha salido el choricete. O sea que has estado robando también allí- me dijo mientras cojia el teléfono.
- Puede ser, señor; pero esta cinta no es suya. Es para mi novia. Hoy es su cumpleaños.
El tipo dejó de marcar, supongo que el número de “Galerías”, y me miró muy fijo. Yo le aguante lo que pude; a punto estaba de llorar.
Un silencio casi eterno, de los que aclaran dudas y conceptos, en los que la gente se conoce sin hablar.
- Bueno- dijo sin quitarme ojo – que cada uno cuide de su casa ¿no?- y colgó el auricular.
Una colleja, un “Que no te volvamos a ver por aquí” y me dejaron ir; con mi cinta.
Con aquel regalo me gané un beso:
- Lo que te ha debido de costar…
- ¡Ni te lo imaginas! - respondí.
Gregorio Tienda Delgado
12-08-2012 23:04
LA LIBRERÍA.
Hace diez años, en verano, fui de vacaciones a Guadalajara. Un amigo que es de Adobe, un pueblo pequeño, me habló muy bien de esa provincia y me decidí a ir. Soy un entusiasta de los libros. Para mí, no existe mejor regalo. Cuando alguien que te quiere te regala uno, significa que desea compartir contigo sus gustos, sus historias, sus anhelos, su universo. Como nadie me había regalado uno entonces, decidí regalármelo yo mismo.
Empujé la puerta y me golpeó el perfume inolvidable a libro. Ese olor característico a papel impregnado de letras, puntos, comas, misterio... amor... ese olor con el que uno se imagina en un campo húmedo por el rocío del amanecer, en un solitario árbol bajo el que desayunar pan con aceite, tomate y olivas, mientras ojea las primeras páginas...
Eché un vistazo con el despiste fingido del discípulo que se niega a serlo, que se afierra a su ya perdida condición de novato para conservar la facultad de sorprenderse, de admirarlo todo como si fuese la primera vez. Tantos libros que, en mi interior, les oía gritar: llévame, que estoy lleno de historias de amor; no, llévame a mí, que te haré reír hasta que se te caigan las lágrimas; no, a mí, que te enseñaré cosas importantes para enriquecer tu intelecto.
Me los habría llevado a todos, pero no buscaba solamente eso. Buscaba algo que quedase durante meses en la mesilla para ser leído y releído; para ser abierto y cerrado con el cuidado propio de algo que merece ser guardado para siempre. Recorrí las estanterías tocado sus lomos con la punta de los dedos. Siempre lo hago y cada vez siento un extraño calor en las yemas. Como si los libros me transmitieran su propio fuego interior, su vida, su energía. Cerré los ojos y me invadió un pensamiento estúpido que no dejaba de tener cierta lógica: ¿se podrá relacionar el término librería, con el hecho de sentirse libre? Los libros dan libertad, eso es cierto. Me dirigí a la sección de libros usados y por fin lo encontré.
Acababa de comprarlo y estaba deseando llegar al hotel para echarle un vistazo. Su portada me atrajo de tal manera, que lo hubiera comprado a cualquier precio. Cuando llegué, saqué el viejo volumen de la bolsa. Lo abrí cuidadosamente y comencé a ojearlo. De pronto, encontré un papel doblado en su interior. Parecía muy antiguo. Al abrirlo, observé que era un mapa de un lugar cuyas coordenadas estaban perfectamente indicadas, y tomé una decisión: iré al lugar indicado y averiguaré qué secreto esconde. Quizá esconde un tesoro.
Escribí las coordenadas en mi portátil, y no quedaba lejos. Al día siguiente, temprano, puse los datos en el GPS del coche y me dispuse a recorrer los sesenta kilómetros que distaban de la ciudad. La carretera era una nacional en muy buen estado, salvo el último tramo, que era una carretera local de unos 3 kilómetros, con el firme en bastante mal estado, aunque transitable por cualquier vehículo. Tras unos diez minutos en ese tramo, llegué a un claro en el que había un monasterio casi derruido. El paisaje, era espectacular. Me aventuré por una hendidura que el tiempo había labrado cerca de la puerta principal, cerrada a cal y canto. Un extraño olor invadía el recinto. Continué avanzando hasta llegar a una gran sala. En el centro, una grieta en el suelo llamó mi atención. Me arrodillé para enfocar mi linterna hacia ella. El suelo cedió y caí envuelto en escombros. Cuando recobré el sentido, recuperé la linterna que continuaba encendida, y la escena que vi era aterradora. Me encontré en una cripta, rodeado de esqueletos humanos.
Con el corazón a punto de salir por la boca, puse una viga de madera carcomida apoyada en lo que quedaba de aquel suelo, convertido en techo, y escalé con más velocidad de la que nunca hubiera imaginado. Salí corriendo, subía al coche y me marché sin mirar atrás. Naturalmente, es una vivencia que no he olvidado y que nunca olvidaré. Y nunca jamás, buscaré un tesoro.
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.
Slictik Alonsoquijano
11-08-2012 19:44
Imposible eliminar el foro. Por lo visto al entrar en Rayuela hice dos perfiles y he debido escribir el comentario aquí con uno de los perfiles que no me deja editar el texto para borrar. Os ruego lo hagáis desde administración. Mis disculpas pero las neuronas me patinan con estos calores. Me reincorporo unos días de mis vacaciones pero vuelvo a disfrutar las que me quedan en septiembre. Participaré en lo que pueda cuando pueda. Un saludo.
Gregorio Tienda Delgado
08-08-2012 21:38
Amigos y amigas, cinco excelentes relatos no son pocos en periodo de vacaciones. Gracias por vuestra participación y por vuestros comentarios.
Empezamos nueva etapa con nuevo tema. Lean la propuesta en el inicio.
Saludos.
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.