| VAMOS A CONTAR HISTORIAS |
 |
| jota jota |
|
|
|
El olor del miedo o de la dicha Su fórmula es llevar la contraria, empeña sus actos en ir contra la corriente, no acepta indicaciones, desconoce la ruta que se le indica, toma siempre el camino contrario aunque esté vetado o expresamente prohibido y busca los enfrentamientos para distinguirse de los demás. Necesita demostrar que es diferente, no que tiene razón. Desafía la norma y desobedece los controles que obligan el cabal cumplimiento de las disposiciones. Evade las leyes, salta por encima de los estatutos que se interponen a sus pasos arrebatados. Ha decidido no acatar las reglas y con descaro asegura que las normas están para romperse y las órdenes para ser desobedecidas. Utiliza la mentira con frecuencia para sus proyectos. Está en contra de la conseja popular que reza: el que no oye consejo no llega a viejo y afirma enardecido que no quiere llegar a viejo, que lo que quiere es vivir cada instante como si fuera el último, que le falta tiempo y espacio para cumplir su destino. Su extravío lo empuja a conductas erráticas y desconcertantes y algunos creemos que adolece de sentido común. Él asegura que tiene el privilegio de poseer un olfato extraordinario que lo guía, que es capaz de oler el miedo y también la dicha, que le es imposible expresar con palabras la característica de los olores que él identifica con facilidad. Todos sabemos que miente y que sabe perfectamente describir el olor del miedo, pero no está dispuesto a compartir ese secreto. En un intento de esquivar nuestras preguntas y para sacarnos de dudas, o para sembrarlas, nos pide que como ejercicio intentemos explicar a qué huele el hielo. Está convencido también de que los ilusos huelen a melón maduro y ese perfumado olor no se puede esconder, ni disimular. Se rodea de ingenuos. Somos sus compañeros de curso y ninguno de nosotros se le acerca demasiado para que no descubra bajo nuestra piel el olor del miedo que nos acompaña. Todas sus propuestas son arriesgadas y en la mayoría de los casos los castigos son severos, pero aún a pesar del temor apoyamos sus iniciativas. Sus excesos lo convierten en líder y nosotros somos manada, seguidores irresponsables. Nuestros movimientos transitan entre la frontera del miedo y la audacia, la presión del grupo y la posibilidad de atraer la atención de alguna muchacha nos empuja a seguirlo y traspasar los límites a pesar de las consecuencias. En la clase de historia enfrenta al profesor y afirma que la bandera de la patria es otra, asegura que el verdadero estandarte que identifica la nación no es el que ondea en nuestra escuela y que oscuras componendas pasadas impidieron que la verdadera bandera fuera legitimada, la controversia crea dos grupos enfrentados, los grupos se señalan unos a otros con irrefrenable ira y en sus manos aparece la bandera de la discordia, amenaza con izarla como un acto de justicia tardía y corre a la azotea. El curso y los profesores asistimos como espectadores a esta nueva temeridad, escala con facilidad de felino las alturas de la platabanda, baja la bandera verdadera e intenta hacer el cambio pero pierde apoyo y termina roto y quebrado contra el pavimento. El impacto es tremendo, una de las muchachas esconde el rostro y la pena entre sus manos, yo me acerco oliendo a miedo y le digo: -déjame darte un abrazo, no para espantar tu pena, sino para compartirla. Al abrazarla estoy seguro que el aroma de la dicha me envuelve, pero él ya no puede olerme. |
|
|
|
 |
| jota jota |
|
|
|
Sanación Cada paso que doy es un un tormento, articular un inocente movimiento me causa espanto, el simple acto de mover mis extremidades dispara un latigazo y el miedo al sufrimiento inmoviliza el menor intento, avanzar es una empresa imposible. El dolor me reduce, me vence.
Llegué a este estado de padecimiento atravesando atajos para evadir un abandono. Me perdí en la humillación del desamparo y no logré entender en el torbellino de la ausencia, que estar sola es un imprevisto pasajero, un accidente necesario para corregir conductas equivocadas, un tropiezo obligado para aligerar la carga, una puerta que debe cerrarse para seguir adelante en la búsqueda incesante de libertad.
Soy prisionera de afiladas agujas que me causan un agudo tormento. Dejar de sentir dolor en las articulaciones, en los músculos, en los huesos, es una eventualidad que se agradece. He sido vencida por los síntomas de una enfermedad que se ha ensañado contra mi cuerpo y me hace olvidar la orfandad en la que me encuentro.
En este calvario al que estoy sometida perdí amigas, familiares, esporádicos amantes, aventuras. En fin, la posibilidad de vivir me evade y se impone el suplicio de estar sometida al dolor. Nadie quiere saber de penas ajenas, hasta los más cercanos huyen de la exigente atención que requiere un enfermo, de quejas constantes. Reconozco que mis cercanos no saben cómo actuar para complacerme, sus atenciones me aturden, me irrito con facilidad y sin quererlo me transformo en una inválida insufrible y perversa. Desde mi penoso estado soy tan intolerante como esta enfermedad que se adueñó de mi cuerpo y de mi espíritu.
Los medicamentos que me son administrados apenas sirven para maquillar el martirio, en mi caso, los avances de la ciencia son incapaces de eliminar este tormento y me han empujado a una frontera que algunos llaman medicina alternativa y otros terapia complementaria. Dando tumbos entre farsantes llegué a las casa de Evaristo Cáceres. Evaristo es un estudioso de astrología que me puso las manos encima, me entregó una carta astral y señalando en un mapa de cuadrantes y estrellas orbitando sobre elipses, me explicó con detalles que mi planeta regente es un signo de aire, que mi ascendente es un signo de fuego y que a la hora de mi nacimiento se interpuso en la línea de mis buenos augurios Neptuno Retrógrado y esta interferencia cambió el sino al que estaba destinada. Según la explicación que Evaristo traza sobre una hoja de papel, es necesario propiciar una transformación integral. Abrir los puertos que la intervención de Neptuno cerró, aceptar, perdonar y esperar el día en que la fase de la luna coincida exaltada en Tauro, que la conjunción del planeta Venus impulse el poder del amor a mi favor. Lo que no explica Evaristo son los detalles para cumplir esta tarea, los signos que debo seguir, las señales que anuncian el momento en que debo abrir los puertos. Mi ansiedad crece conforme se acerca la fecha señalada.
Se alinearon los planetas, mi hora ha llegado y toca hacer el mayor de mis esfuerzos, con voluntad me enfrento al dolor, salgo a la calle en busca de mi destino. En la terraza de un café bebo un té helado, disfruto sentir los cubos de hielo deshacerse en mi boca y asisto con ilusión al espectáculo de un sol furioso que se despide de un día atormentado. Al intentar evadir el dolor hago un movimiento equivocado y me paralizo.
Un hombre de gruesos bigotes acude en mi auxilio. Se presenta como quiropráctico y con firmeza asegura que puede ayudarme. En mi condición de inválida me entrego a este desconocido, con voz dolida le informo a mi salvador que padezco de fibromialgia.
Me levanta con destreza profesional y me lleva en brazos, su cuello huele a sándalo, a exóticas esencias y yo viajo a fronteras desconocidas entre sus brazos. En su consultorio permanezco paralizada, incapacitada de realizar ningún movimiento. Su voz profunda describe mi cuerpo, detalla puntos sensibles y con inusual delicadeza me desviste. Mi piel se eriza ante el contacto de sus manos suaves y tibias, en la cercanía de su cuerpo no me avergüenzo. Estoy completamente desnuda sobre una camilla boca abajo, mi excitación es mayor que el dolor. Con destreza sostiene mis hombros entre sus manos, presiona los dedos sobre mi columna y logra que vuelva la movilidad sin dolor, sus manos toman mis caderas, me levanta en vilo y me entrego convertida en ave. Sus manos recorren mi cuerpo libre de dolor, de un estado de excitación paso a uno de relajación y a otra oleada más intensa de exaltación, por momentos mi vida se borra y lo único que quiero es que este hombre permanezca a mi lado, la intensidad del deseo deslumbra y me obliga a entregarme ciega a esa sensación. Abro los ojos y lo veo, también está desnudo, me asombra el animal erizado de nervios que cabecea entre sus piernas, un cíclope oscuro que me mira desde ese ojo único y me intimida, pero lo busco desde los intensos olores que lo exaltan. Siento un calor intenso, estoy completamente mojada, por un momento el miedo de una embestida me obliga a negar la entrada a este energúmeno que supera en dimensiones mis fantasías más escandalosas, las manos de este hombre no se detienen y tampoco sus palabras que me aseguran que no sufriré nunca más.
Cierro los ojos, entre el tumulto de sensaciones que se disparan oigo repetidas veces las palabras de Evaristo: abrir puertos cerrados. Entiendo que debo permitir la entrada a mi intimidad y acepto este destino, los músculos de mi cuerpo ya sin dolor se crispan y me oigo gritar de genuino placer, mi único deseo es tragarme íntegro ese bárbaro y apretarlo y exprimirlo, no dejarlo salir hasta que me inunde y me llene de vida. Me abandono a este vértigo y dejo de sentir el atroz efecto de la fibromialgia, mi cuerpo es una pluma atravesada que viaja con el viento. |
|
|
|
 |
| jota jota |
|
|
|
LO mejor de estos tiempos es que en un tris tras podemos colgar un texto sin necesidad de reescribirlo. Gracias por publicarlo de nuevo, lleva tu sello indiscutible en el dibujo de la pobreza y los emotivos sentimientos de los personajes, más allá de su precaria situación. Tu texto parece uno de los cuadros que el hombre miraba y que lo llevó a esta evocación. |
|
|
|
 |
| Rodrigodeacevedo |
|
|
|
Sustanciosos los relatos de J.J., como siempre. Los comentaré en una próxima visita. Hoy ha sido tan solo una aproximación al tema. (Por cierto, Adolfo sigue bien, con su sonrisa de viejo pícaro tan lozana.)
Como hace una caló exagerada y estos días disfruto de sandías como postre y fruta preferidos me viene al recuerdo un relato que publiqué allá por al año 2012 sobre este jugoso fruto y cierto impacto que tuvo en la vida familiar de mis padres. Que lo disfrutéis com o disfruto yo de tan suculento fruto. (Aunque ni comparación entre las sandías semiindustriales que venden en los "súper" y aquellas cultivadas y recogidas con todo el esfuerzo por unos hombres que amaban el campo y sabían agradecerle sus frutos.) LA SANDÍA. El paseante, distraído, contemplaba los óleos y acuarelas que, colgados con cierta anarquía, se exhibían en aquella exposición. Era una de las varias que durante la temporada estival animaba la mínima vida cultural de ese pueblo de la costa. Pero a él le gustaba la pintura y, cuando tenía ocasión, se sumergía en estos mundos de formas y colores que tanto excitaban su imaginación. Si él se hubiese atrevido... Un cuadro le llamó poderosamente la atención: de dibujo tosco ofrecía, en cambio, un cromatismo rico, un poco naïf tal vez. Representaba un conjunto de sandías. Inmediatamente un campanilleo interior le llevó a algún momento de su infancia; a aquella pequeña cuidad en la que transcurrió; a una tarde de verano, tórrida; a una habitación de confortable penumbra que, a pesar de todo, no lograba evitar la sofocante calorina de aquellas horas de la canícula. Era la hora de la obligada siesta, en la que la ciudad se sumía en un silencio denso, casi sagrado. Afuera, en la calle, las paredes recién encaladas de las casas despedían un fuego blanco, cegador, que la hacía inhabitable. Bajo el cielo de deslumbrante azul, apenas un cernícalo esperaba paciente, inmóvil, escrutando tejados y azoteas, la aparición de alguna lagartija que buscase el reconfortante calor para animar su fría sangre y sobre la que caería en velocísimo picado, cumpliendo las inexorables normas de la naturaleza. De repente, rompiendo el sacrosanto silencio, una voz de hombre, amortiguada por la atmósfera caliginosa, anunció: “¡Sandííías y melooones! ¡A raja y cala! Vengan, mujeres, los llevo gordos y dulces...!” Era el melonero. Arrastrando del ronzal a un pequeño asno cargado con unas enormes angarillas rebosantes de los veraniegos frutos, anunciaba a voz en grito su producto, aguantando ambos, el asno y él, aquel calor insoportable, que solo la apremiante necesidad de llevar algunas monedas a casa le permitía y obligaba a sobrellevar. El melonero. La promesa de las rojas sandías, que ofrecían su tentadora pulpa a través del sabio corte que el labrador les infligía para que las mujeres comprobasen la calidad del fruto; del dulcísimo melón, cultivado a pleno sol sobre la tierra reseca, lo que hacía que sus azúcares fuesen los más deleitosos y refrescantes, pruébelos, buena mujer, tenga esta calita; y con su navaja cabritera extraía del panzudo fruto una pequeña pirámide, que ofrecía, con su pícara sonrisa, a la compradora. El muchacho, espabilado por las voces del vendedor, llamó a su madre, a quien suponía en la habitación vecina repasando la ropa blanca, zurciendo con primor las camisas desgastadas del padre, o los “tomates” de los calcetines que él habría de llevar al colegio. “Madre, compra una sandía para esta noche, que hoy vuelve padre y sabes cómo le gustan.” El padre, viajante de comercio en la más humilde acepción de aquel oficio, pasaba las semanas fuera de casa, recorriendo los dispersos y lejanos pueblos de la comarca, tratando de vender, en aquel mercado ramplón y miserable, los productos elementales de alimentación que representaba: patatas, arroz, garbanzos y hasta conservas de sardinas y salazones. Recorría kilómetros y kilómetros con todos los medios de transporte disponibles: en mulo, en carro, en rústicas tartanas o, cuando había suerte, en algún destartalado autobús de línea que, por entonces, empezaban a circular. Jornadas agotadoras, infructuosas muchas veces, de las que volvía siempre con la sonrisa en los labios, la mirada brillante y el ánimo feliz por volver al hogar que con tanto esfuerzo estaba sacando adelante. Esta noche volvía el padre y el muchacho quería, disimulando su propio deseo, que su madre le ofreciese una suculenta sandía, fresquita, que lo reconfortase de aquellos días viajeros. Para aquel humilde Ulises, su hijo quería que el tapiz que tejiese Penélope fuese una roja sandía, ofrecida en gruesas y jugosas tajadas, con sus negras incrustaciones que, como brillantes ópalos u obsidianas, eran las pepitas. Al padre le divertía proyectarlas sobre el chiquillo desde los bigotes amarillentos de tabaco. La madre, con voz apagada (puede que estuviese llorando, como tantas veces; la pobreza es lo que tiene) contestó desde el otro lado del tabique: “Anda, calla y sigue durmiendo, que aún no es hora de levantarse.” La tarde seguía con su lluvia de sol tórrido. Pronto el piar de los vencejos anunciaría el final de lo que Azorín llamó “la hora del silencio” y la ciudad reanudaría sus rutinas, sus monotonías de empleados y beatas, su lento morir en medio de la llanura calcinada. Él, el chiquillo, podría bajar a la calle, con los demás muchachos desharrapados de la vecindad, a merendar “pan y mocos” sentados en las escalerillas de la ermita abandonada. Y al final de la tarde, cuando ya el calor se apiadase de las buenas gentes, el padre, feliz y sonriente, aparecería por el recodo de la plazoleta. “Mira, Miguelón, mira que traigo”. Una hermosa esfera verde, la más enorme que jamás había visto, abarcada apenas entre los brazos del padre fue en aquel momento la admiración de la chiquillería. “Mira, hijo; me la han regalado mis amigos de H. Pesa ...¡una arroba! Verás que contenta se pone madre...!” |
|
|
|
 |
| jota jota |
|
|
|
Todo lo que necesita es un corazón Cree que en esencia es un viajero que perdió el rumbo. Cree que es un barco navegando sin norte con las velas desplegadas en medio de un mar sosegado, en calma. Cree que tiene algo de río y ninguna orilla. Cree que es viento y la prisa lo acompaña y la urgencia de recorrer los caminos sin destino no le permite detenerse y entonces se rebela y protesta convertido en ronco remolino y envuelve cuerpos ajenos y sacude la rama de los árboles. Cree que es palabra, sonido articulado, vocablo finalmente liberado, pero sin destinatario, sin un oído atento que lo acoja y logre transformarlo en sentimiento, se agosta, se debilita hasta consumirse por completo y desaparece entre silencios. Le duele no dejar huella y cree que su paso es efímero, pero se equivoca en estas y en otras suposiciones. Entró en una fisura del tiempo sin pretenderlo, quizás por accidente, o en estricto cumplimento de leyes desconocidas, no o sabemos. Es agotador no poder detenerse en los recuerdos, contemplar los aciertos, los triunfos, dolerse tal vez con las derrotas, arrepentirse de los errores, pero los recuerdos están ausentes y sin un pasado de referencia desaparecen las perspectivas, los posibles escenarios y no encuentra la forma de salir de esta espiral que no tiene asidero en el pasado y tampoco puede generar expectativas de futuro. Descubre que no tiene nombre, o no puede recordarlo, tampoco es capaz de evocar su apellido, la raíz de la familia que lo ancla a una herencia de genes y parecidos, ni siquiera puede recordar a cuál oficio le dedica su tiempo, cree por un momento que puede ser escritor, visualiza metáforas. Lo agobia esta sucesión de imágenes sin asidero que no lo llevan a ninguna parte y lo obligan a insistir en creerse viajero, barco, río, viento, palabra y en insistir en esa noción de ser efímero que lo paraliza, que lo intimida. Cree encontrar una certeza, cree que todo lo que necesita es localizar en su maltrecha y deshilachada memoria el rastro de ese corazón que espera el regreso del viajero que perdió el rumbo. Conocer en cual puerto, en que bahía está ese corazón para que el barco que cree ser tenga un norte y no se detenga más en estas aguas tranquilas. Necesita llegar a ese corazón para que sus orillas amansen el río que cree ser y no le permita despeñarse con esta ausencia de motivos. Cree que debe prestar mayor atención a los recodos que el camino le presenta para reconocer las posibles señales que el corazón ha dejado, ese corazón es el único capaz de detener el viento que cree ser con sortilegios de piedras. Todo lo que necesita es encontrar ese corazón que presiente gemelo para que le devuelva su nombre, su apellido, los recuerdos, el pasado y los motivos. Al lado de la cama donde su cuerpo, en un estado lamentable, se abandona a buscar un corazón, su esposa, obediente, sigue las instrucciones del Doctor que lo atiende y no deja de hablarle. Ella no comprende cómo es que la casualidad condujo los pasos, los gestos, los actos de su esposo a un punto sin retorno, a un instante que no concluye y como sobrevino el inutil acto de violencia que hoy lo mantiene en estado de coma y que ahora ella intenta revertir recordando en este rosario interminable su nombre, su apellido, los recuerdos, el pasado y los motivos. |
|
|
|
 |
| jota jota |
|
|
|
-La lluvia lo despierta-. Dice
No tengo ninguna necesidad de ser preciso, pretendo establecer puntos de referencia para poder trazar el croquis de dos paralelos que la casualidad enlaza esta madrugada y desconozco sus razones. Recurro a las imágenes difusas de la memoria para acercarme a la esencia de los acontecimientos más allá del insólito suceso, en estas circunstancias, puntualizar alguna exactitud ayuda a soltar los nudos involuntarios que los recuerdos atan. Dice la fatigada voz de la derrota, que la lluvia lo despertó a las tres de la mañana. Habla con la convicción de haberse comunicado con un familiar, un amigo, un cercano, que acostumbrado a estas impertinencias suyas, lo oye sin protestar detrás de un prudente silencio. Son gotas gordas. Dice. Gotas que se estrellan contra las ventanas sin pausa y sin descanso. Llueve desconsoladamente. Dice. Dice. Que la lluvia arremete implacable contra la delgada transparencia del vidrio sin importar lo inoportuno de la hora, que arrastra el sueño con bárbaros disparos y que deja la noche a la deriva y lavada. Dice. Que en la sangre se instala el desasosiego y enturbia el pensamiento. La lluvia es una visita inoportuna. Dice. Dice, temer por la fragilidad del vidrio que lo protege de la intemperie. Dice, que la generosa transparencia de las ventanas le muestra las calles a las que no accede nunca. Dice, que los cristales tiemblan y en cualquier momento pueden ceder a la violencia del viento y del agua y finalmente estallar y tapizar de cuchillos transparentes los suelos. Las formas de la tempestad intimidan. Dice. Dice. Que no puede detener el aguacero y debe entregarse a vigilar el vendaval. Dice que no puede volver a dormir, que se ha desvelado, que su día se ha arruinado. Dice, que es una sombra sola, que su penitencia es el encierro y lo sobrelleva con la disciplina de horarios impuestos, pero desatada la tromba se ha roto el instante consagrado al silencio. Dice. Que sin saber que hacer da vueltas como un fantasma en la oscuridad, que al intentar hacer café el oscuro polvo le parece tierra agostada de cementerio y el liquido negro y humeante, como decía Vallejo: aceite funéreo. Dice. Que la noche borra a un tren, que la lluvia difumina su paso. Dice. Que la distancia apaga la campana que advierte su larga hilera de adioses, de dolorosas separaciones, de silencios que se apoderan de las horas y las extienden hasta el confín de los recuerdos que permanecen intactos y hasta el pensamiento lastima. Dice. Y se queda sin aliento. Hago un esfuerzo por imaginar el rostro de esa voz que me habla en metáforas y no lo consigo. Debo responder para cerrar las fisuras que presiento. Contestar sin pena ni vergüenza, que no conozco a Vallejo, pero una taza de café se agradece. Argumentar, que la lluvia es la bendición del cielo para iluminar de verde los campos, para lavar los colores. Insisto en replicar que, en los vagones de un tren viaja el esfuerzo compartido y convertido en sacos de arroz, de trigo, de harina. Que van protegidos los alegres tomates, los pimentones y sus diversos colores, las frescas lechugas, los fragantes melones, los mangos, las manzanas, las naranjas. Quiero confirmarle a esa voz del desaliento, que en uno de esos vagones voy a atravesar veinte Estados con la esperanza intacta. Puntual, a las 3 30, el silbato del tren anuncia su entrada a la estación y la voz, que detrás del teléfono anticipó su llegada no permite argumento alguno, se esconde en la bruma de lo desconocido y corta la llamada. |
|
|
|
 |
| jota jota |
|
|
|
Gracias Rodrigo por compartir la alegria de leer. |
|
|
|
 |
| Rodrigodeacevedo |
|
|
|
Otros dos bellos relatos de nuestro querido compañero J.J. encritos cada uno en un registro diferente, pero ambos hermosos y pletóricos de buen hacer literario. "El misterio del mensaje ilegible" es una entretenida anécdota en la que el autor podría haber desembarcado en un relato erótico sin más. Lo cual no hubiese sido malo conociendo el buen gusto y la moderación de estilo con los que escribe J.J. Espero que la escritora no abuse de la confianza y tenga a nuestro amigo (en la ficción) atado al duro banco de la galera cocineril. que las hay muy abusadoras.
"El sanador" recrea una de las figuras más representativas de la cultura antigua y popular: las que muchas se imponían con su heterodoxia a la medicina oficial y lograban verdaderos milagros curativos; yo he sido testigo de alguna experiencia de aquellas que nos proporcionaban los "santeros", curanderos o brujos. Su secreto era, además de ciertas sabidurías innatas, el buen conocimiento de las hierbas silvestres; y una dosis aceptable de fantasía y capacidad histriónica.
Para disfrutar ambos relatos; gracias, J.J. |
|
|
|
 |
| jota jota |
|
|
|
El misterio del mensaje ilegible
Abro la puerta de mi casa, sobre el suelo, indolente, un visitante silencioso e inesperado me espera, es un sobre blanco que no muestra ninguna señal, desconfío de su aparente inocencia, pero la curiosidad me empuja a tomarlo, con gesto aburrido, intentando no romper su contenido rasgo uno de sus lados y sin daño consigo sacar la carta. Intento leer la única línea escrita en el papel. Sobre el delgado margen imaginario las letras mantienen un escaso equilibrio, mal enlazadas, son un amasijo de arabescos deformes garrapateados con mano insegura. Me es imposible leer el mensaje. Anonadado me niego a desecharlo y regreso a esas letras mal dibujadas, hago esfuerzos por descifrar, por adivinar el detalle de esos trazos imprecisos, y entiendo que la dificultad de esta empresa requiere un mayor esfuerzo.
A simple vista es imposible leer estos vocablos, estas letras apretujadas. Necesito desentrañar estos garabatos para entender el mensaje. Comprender el significado de estas diez palabras es una prioridad, alguien me ha confiado una nota y espera una respuesta, seguramente conozco al remitente y me necesita. La curiosidad es también un poderoso motivo. Una lámpara me ayuda a iluminar la incomprensible caligrafía, la luz define algunos trazos que se destacan entre la espesa telaraña, se despejan algunas incógnitas y me acerco a entender letras conocidas. Se me ocurre asentar debajo del texto el registro de las letras que son familiares para poder acceder con mayor facilidad desde lo conocido a lo desconocido, es un intento para trazar un esquema aleatorio de interpretación y obtengo un primer logro satisfactorio, pero incomprensible todavía. E - - oy a - a - - a - a - i - - - o -o - e - - a - -e pe - o - o p - e - o a - a - - a- - i- a - - - a. La línea de información continúa siendo un misterio, mi atención a los detalles debe ser mayor. Encuentro que uno de los símbolos desconocidos sobresale en forma de verruga deforme y se repite con frecuencia, una vez más recurro al auxilio de la luz y encuentro cierto parecido de esa incógnita con la letra -t-. La copio en los lugares en donde se destaca y me sorprende un resultado alentador. E - toy ata - - a - a - i - - to -o - e - ta - te pe - o -o p - e - o a - a - - a - - i - a - - - a. En voz alta, con insistencia, repetidas veces, me oigo pronunciar esa primera palabra casi descubierta, cambio consonantes en ese espacio vacío y la letra con mayor sentido resulta ser la -s- Busco semejanzas de esa grafía en las otras palabras, una vez más la lámpara resulta una gran aliada. Encuentro parecidos y reacomodo el texto, con este nuevo descubrimiento me encuentro ahora más cerca de desentrañar las verdaderas palabras escritas sobre el papel y poder leer el mensaje. Estoy atas - a - a si - - to - o - est - - te pe - o no p - e - o avanzar si - a- - - a. Me emociona estar a un paso, repito el mensaje a los gritos, intercambio posibilidades en los espacios vacíos y finalmente un texto aceptable se revela. Estoy atascada, siento molestarte, pero no puedo avanzar sin ayuda. Al leer la línea descubro también al remitente. Es mi vecina, no me cabe ninguna duda, ella es escritora, pero la evidencia demuestra que el uso de la computadora impide el desarrollo de la caligrafía. Los escritores, en ese afán de crear imágenes deslumbrantes, combinar la sonoridad de las palabras, imaginar personajes, colocar los acentos debidos, las movibles comas en los espacios que mejor le acomoden a su ritmo desbocado y poner puntos y aparte para buscar oxígeno luego de una acción desenfrenada, se han olvidado del arte de la escritura manuscrita y no son capaces de un texto decente. Mi vecina necesita con urgencia mi ayuda, la he visto en esos estados de exaltación que la consumen y la llevan a extremos que pueden resultar peligrosos, creo saber lo que necesita. En la cocina me convierto en alquimista. En un mortero voy colocando semillas de cardamomo, pimienta, clavos de olor, un trozo de canela, ralladura de jengibre y un puñado de hebras de té rojo, muelo estas especias y espero que el agua hierva. Con una taza de aromas humeante toco la puerta de mi vecina. Ella abre con un cigarrillo encendido entre los dedos, los ojos volados, sin peinarse, arropada con una vieja bata de paño, descalza, hundida en oscuras ojeras, intoxicada con el blues de Lucille Bogan, atascada en una historia, persiguiendo un personaje que se esfuma. En silencio le ofrezco la taza. La cocina pide ayuda y me voy directo al lavaplatos que parece un campo de batalla, abro el chorro del agua y comienzo a lavar los platos. Espero a que inicie una conversación. |
|
|
|
 |
| jota jota |
|
|
|
El Sanador Soy un sanador. En una ocasión inaudita me fueron develados los dones que poseo. Esta gracia la obtuve a través de la concentración en el hilo invisible del tono de un solo aliento. Las pequeñas victorias deslumbran y los fracasos se transforman en culpa. La culpa cambia de apariencia y se instala en el recuerdo, desde los recuerdos contamina el soplo de la energía vital, mina con saña el espíritu al punto de arefacción y se convierte en dolor. El destino y la impaciencia acercan los abismos, asoman las derrotas y dejan al albedrío diferentes salidas, en el laberinto se tiende a equivocar el rumbo y la labor del sanador es iluminar el camino. Socorrer. El sanador desconoce quien persiste en herirse con el filo acerado de la culpa, quien se niega a perdonar y también a perdonarse, quien decide cargar la cruz que ya otro cargó por todos y corre tras ilusiones banales y cierra los caminos. Por mayores que sean los esfuerzos y la solvencia del sanador, sin la voluntad de abandonar la culpa y abrazar la sensata acción del perdón, no es posible hacer que brille un fulgor entre dos noches y conseguir el milagro de sanar. Tengo el don de intervenir en los recuerdos de otras personas e incluso cambiarlos, no puedo reemplazar lo sucedido, ni tampoco alterar la realidad del acto cometido por más atroz que haya sido, pero en cambio, puedo modificar sustancialmente el recuerdo y este se impondrá finalmente como una verdad. La neurociencia asegura que la vida no es el conjunto de episodios vividos, son los episodios que se recuerdan y cómo se recuerdan los que componen la vida. Como sanador he podido comprobar que al transformar el recuerdo y ocultar la realidad que ocasiona el daño desaparece la culpa y con ella el dolor. En mi condición de sanador fui convocado para atender a una mujer que se dejaba morir sin razón alguna. Se me permitió intervenir en sus recuerdos bajo vigilancia médica. A la hora acordada me presenté en la sala del hospital. La mujer miraba abstraída en el reflejo ámbar de una botella los hilos de un mal recuerdo, me asomé a los ojos de la mujer y sin pedir permiso me interné en ese recuerdo ajeno. En el recuerdo, la mujer toma por un callejón desconocido, sus pasos se hacen vacilantes, inseguros, no reconoce el camino de regreso y por un momento siente que está perdida. Un hombre entre las sombras la amenaza con un cuchillo y violenta su intimidad en medio de la calle. La mujer se culpa de su cobardía y no quiere vivir con el peso de ese hombre rompiendola en un desconsiderado ataque. Encuentro el punto de quiebre del recuerdo, lo retomo en el momento de la amenaza y doy un giro diferente. Ante el brillo del cuchillo la mujer toma la iniciativa impulsada por la ira. -Debo quitarme los zapatos- dice. Se descalza ante la mirada complacida del atacante y con violencia revienta el tacón en el rostro del hombre que cae al suelo. Ella huye. La intensidad del cambio en el recuerdo transfigura a la mujer, el ritmo de la respiración es diferente y la conduce a encontrar la armonía perdida, las células antes en desorden tejen nuevamente los circuitos en redes. Cumplida mi labor de sanación, antes de retirarme, digo a los desconcertados doctores. -Cada paso que damos es un desafío a nuestra condición de mortales, el júbilo de estar vivo me impulsa a ser espléndido y generosos ante la insólita maravilla de la creación-. -Esa es la medicina que conozco- |
|
|
|
|
|