| VAMOS A CONTAR HISTORIAS |
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| jota jota |
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Mi querido Rodrigo, releí el texto y en esta oportunidad, el primer párrafo me recuerda a ese grande Edgar A. Poe. Todo en el texto suena triste, apagado y sin esperanzas como corresponde a un texto para alguien que nos abandono y dejó su recuerdo. Como siempre unas lineas muy en tu estilo, pero cargadas con mayor desesperanza que de costumbre. Sobre Ríos de Tinta puedo decirte que, ese incidente de Algo Azul sirvió como la campanada para que se largara una frenética carrera y de sus aguas de tinta y de sus orillas desapareciera el personal, sobrevive como un barquito de papel a punto de hundirse Contando Historias, ese legado tuyo, que mi terquedad y compromiso no me permite abandonar. Agradezco mucho haberme dejado a cargo, los imposibles son un aliciente para seguir adelante. |
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| Gregorio Tienda Delgado |
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Tu relato, Rodrigo, es extenso, extraordinario y muy poético, aun siendo dramático. Lástima que cayera en saco roto, pues, Algo Azul, así como su compinche cuyo Nick no recuerdo, fueron un fraude desde el primer momento en Ríos de tinta. No por su literatura, sino por su comportamiento. Eran muy agresivos en las tertulias, de las que nunca participé, y falsos en su proceder. Poco después de que dejaras el foro, me acusaron de plagio; según su compinche, yo había plagiado un relato suyo. Los desafié a que demostrara su autoría, no sin antes contactar con Luis García y Observador, ambos administradores, y demostrarles a ellos mi autoría del relato. Pero Algo Azul y su amigo no pudieron demostrar nada. Poco después, el amigo que según dijo era su tío, dio la noticia de su muerte y publicó su foto. Todos publicamos nuestras condolencias, y unos días después, alguien que recuerdo, demostró que la foto era de una modelo. Entonces, dijo que no había muerto, que fue una broma. Y, ante el revuelo que se formó, pidieron la baja del foro, y nunca más se supo de ellos. Dudo incluso, que ella fuera abogada y también mintiera en eso. |
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La difícil tarea de amar
Escrito a dos manos por Bárbara Torres (mi sobrina) y J.J. Morales Esa mañana al despertar toma el móvil como hace cada día, el calendario muestra que es el primer sábado del mes de abril y sin darle mayor importancia revisa ansiosa los correos. Sin siquiera haberse despertado del todo intenta contestar los mensajes, responde a cada uno de forma que su vocabulario y personalidad estén en concordancia con quien le escribe, pero se arrepiente en el acto. No quiere escribir, desea hablar, necesita hablar con urgencia, quiere que el claro sonido de su voz resuene en el ambiente y la repita. Hace un esfuerzo por juntar las ideas y expresarse de la forma más genuina posible, pero no sabe qué decir, ella, que siempre tiene una respuesta para todo hoy no sabe qué decir. Se asoma al espejo y ante su propia imagen tampoco puede articular palabra, sale de la habitación, encuentra a su madre y al resto del gran grupo familiar charlando animadamente, intenta arrastrar las palabras y saludar por lo bajo, pero las palabras se quedan atoradas en su garganta. El deseo de hablar es aún mayor, quiere contar a los habitantes de esa casa quién es ella, que piensa, que siente, pero las palabras se niegan a salir de su boca. No puede decirle nada a su tía, a su prima, a su sobrina, que desayunan con el alboroto de siempre. Está furiosa con ella misma, hoy se despertó con unas ganas inmensas de mostrarse, de que todos sepan finalmente quién es ella y no puede hablar, le es imposible pronunciar una mísera palabra, se contenta con apretar los puños, con enterrarse las uñas hasta el dolor.
Cuando la angustia la consume, cuando se siente asfixiada entre los extremos a donde la disparan las emociones, generalmente sale al patio y habla con los perros, con las gallinas, con los cochinos, con los pájaros e incluso con el viento. Pero esta vez, ya en el patio, envuelta en la brisa suave de la primera hora de la mañana no consigue decir ni una sola palabra. Se llena de furia, la ira la domina, se le revuelve la sangre, se confunden los apellidos y mira al cielo. Intenta hablarle a Dios. Se le ocurre un reclamo y luego arrepentida piensa en una plegaria, pero le es imposible pronunciar palabra alguna. La consume la rabia. Abre la boca para insultar al viento y tampoco le es permitido. Intenta una queja, organiza la idea, surge el pensamiento pero las palabras se niegan a ser pronunciadas, aterrorizada cree que ha enmudecido.
Suspira con cansancio y ya rendida, entra nuevamente en la casa, suelta los puños que hasta ese momento los mantiene apretados y se dirige con paso decidido a su habitación. Su familia la llama, ella mira sus gestos de entusiasmo pero no los oye, cree que el universo ha enmudeció con ella, en ese instante sólo percibe un sonido extraño y desagradable que la insta a gritar para ignorar el eco, pero no puede, no tiene voz. Esta no es la primera vez que le ocurre este fenómeno, de hecho, está acostumbrada a ese sentimiento de ahogamiento.
Se deja caer en la cama y toma su móvil de nuevo, abre la aplicación saturada de mensajes y desliza su dedo por la pantalla persiguiendo chats.
Encuentra cientos de mensajes pendientes, acuerdos que no cumplió, citas que nunca concreto, amor que jamás correspondió. Lanza un gruñido ahogado al aire y la idea de irse a vivir sola en una montaña no le parece una locura, pero está amarrada a compromisos: a la familia, estudio, trabajo, y otras obligaciones que definitivamente la aburren pero es necesario cumplir. Nuevamente acude al refugio del móvil y lo desecha. Intenta gritar pero lo único que consigue es una pequeña y solitaria lágrima.
Bloquea el móvil y esconde el rostro entre la almohada. Es curioso, piensa, detrás de la minúscula pantalla existen personas dispuestas a conseguir que ella aparezca y cante de nuevo, pero no funciona. También la familia lo intenta pero su silencio se incrementa
En ese preciso momento comienza a encogerse. Todo es muy confuso. El móvil suena y vibra con la alerta de una nueva notificación. Lo mira con extrañeza, ella creía que el mundo entero permanecía en silencio solidario con ella.
El mensaje es de un querido admirador. Un saludo rápido acompañado de una broma íntima. Una sonrisa la ilumina, quiere responder el chat de inmediato, es un impulso que no entiende, pero reconoce que quien le escribe tiene el don de hacer que recuperé su luz, su energía y su voz.
Su vida es compleja, se mueve en un mundo con miles de contactos y en cada uno descubre un interés distinto. Pero en él todo es diferente.
Suspira, ignora sus dudas y preguntas, se deja llevar por el ritmo de las respuestas inmediatas y sin entender causas y razones una carcajada rompe el silencio.
Se levanta de la cama, se estira un poco, corre al espejo para ponerse linda y repite la rutina de todos los días. Sale del cuarto, esta vez habla con su familia y tiene el detalle de disculparse por la eterna incomodidad que la domina.
Nuevamente surge la pregunta que la persigue y que ella ha evadido.
¿Dependemos de otras personas para ser felices?
Ahora sabe la respuesta. Para ella es imposible ser feliz, sentirse libre, viva, sin compañía y suele amar desesperadamente, ese esfuerzo la agota hasta enmudecerla, amar no es nada fácil, es una tarea más de Dioses que de humanos. |
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Gracias por tu benevolencia Rodrigo. |
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| Rodrigodeacevedo |
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TUMBADO EN LA CAMA.- J.J.
Un dramático relato con un final que ha tratado de ser imprevisible; y que plantea, como colofón, esa espinosa cuetión de la eutanasia, tan debatida y controvertida. Me ha recordado esta lectura a los personajes de ciertas obras de Samuel Beckett: Molloy, Malone..., despojos humanos que van recomponiendo desde sórdidos paisajes, sus recuerdos apenas hilvanados, de las circunstancias que los han traído a su estado actual. Un relato de duras tintas oscuras que plantea interrogantes asimismo duros, relato que se aparta algo de la temática de los últimos de ese brillante escritor que empieza a alumbrar en la persona de nuestro querido J.J. |
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| Rodrigodeacevedo |
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Este es, por ahora, el último relato que escribí. Tiene un origen dramático, aunque todo quedó en broma. Hace algún tiempo recibí noticias del foro Ríos de Tinta relativas al fallecimiento de una compañera de foro; creo que se llamaba Algo Azul, y de que se convocaba una serie de colaboraciones para rendirle homenaje. Algo Azul, por lo poco que yo sabía, residía en Zaragoza, la ciudad en la que yo viví casi cuarenta años. Ciudad de nieblas y algún misterio en su Casco Viejo. Escribí este relato y lo envié al foro; al poco tiempo alguien me hizo ver que había sido una falsa noticia, una broma macabra sin base real. Me alegré, pero el cuento ya estaba enviado. No se; tal vez Gregorio, tal vez J.J. que militan todavía -y cómo- en aquel foro podrían decirme algo al respecto. Ahora espero que disfrutéis con el relatillo; a mí me gustó. CON LA NIEBLA LLEGÓ, CON LA NIEBLA SE MARCHÓ. Sobre la vieja ciudad, una noche más, las sombras de adensaban con la niebla gélida que llegaba desde el río. Una noche más auras de tenue y difuso brillo enmarcaban las luces de las farolas y entibiaban las que provenían de los escasos escaparates que aún estaban iluminados. La niebla. Ese fenómeno metereológico que, recurrente, disuelve las formas, difumina los contornos y aquieta, silenciandolos, los bultos móviles que se diluyen en ella, penetrándola. La niebla en la vieja ciudad, un elemento que ya es consustancial con ella, que parece convocada cada comienzo de invierno, cuando los vientos del norte se sosiegan y el río, libremente, emana sus vapores sobre la ciudad inerme. En las calles, apenas iluminadas por las exiguas farolas, siluetas afantasmadas se recortan sobre las fachadas oscuras. De vez en cuando, como bocas que bostezan, las puertas cerradas de las casas modifican los fondos sobre los que esas siluetas discurren. El río, como una masa callada, arrastra los reflejos que le llegan desde las riberas pobladas por árboles desnutridos, desnudos, como llorosas osamentas. La vida en la vieja ciudad parece sincopada, sus latidos se hacen lentos, apagados y uno espera encontrarse con la Muerte al volver de cualquier esquina. En esa vieja ciudad de la que yo formé parte circunstanciada de su población sucedieron los hechos.
Como cada tarde volvía, aburrido y desmotivado, desde mi rutinario trabajo como corector de pruebas. Aburrido, por la falta de creatividad y autonomía que tenía el trabajo en sí; desmotivado porque el pequeño apartamento que me esparaba no tenía especiales alicientes para que pudiese crear en él esa vida ilusionada que cualquier humano en cuya alma lata una cierta inquietud creativa necesita para seguir vivo. Es decir, en aquella época, yo simplemente vegetaba. A veces en ese recorrido de vuelta a casa entraba en alguno de aquellos tugurios de torpe animación que salpicaban el Casco Viejo. A veces, en alguno de ellos coincidía con otros desilusionados como yo. Un par de birras y de nuevo hacia el dulce hogar. Al menos allí tenía el calor de la calefacción central y podía calentarme algún resto de comida mientras me dormía frente al televisor. Temía volver a la cama, ese mueble que tantos recuerdos me traía, todavía, recuerdos de una vida ya pasada en la que fui, si así puedo llamarlo, feliz. Una pareja, algunos encargos de artículos, viajes por las tierras antiguas a las que me sentía -nos sentíamos- profundamente enraizados era ahora una superficie fría, desolada, con su cobertor, sus sábanas, su edredón perfectamente alisados y con rigurosa geometría en su colocación (nunca perdí mis manías de limpieza y orden) y esa frialdad interior que me rechazaba. El bulto negro surgió entre la niebla, en una vuelta de esquina junto a la plaza contigua. Apareció casi súbitamente desde los árboles descarnados, entre los destellos mortecinos de dos farolas. Traté de apartarme para evitar chocar con él, pero aquella mancha negra pareció querer provocar el tropiezo. Avancé mis brazos para esquivarla y entonces percibí que era una mujer, una mujer todavía joven, arrebujada entre bufandas, abrigo, y un gracioso gorro de piel que le daba un cierto aspecto de eslava. Me disculpé con palabras torpes y entonces ella se apartó de su rostro las prendas que impedían verlo. Era bastante agraciada, de edad incierta, pero sin sobrepasar todavía esos años prodigiosos en los que las mujeres están a punto de alcanzar la madurez, esa edad en la que la vida, generosa, las adorna con las mejores y más depuradas bellezas que sólo pueden admirar ciertos varones, expertos en ese arte, y degustarlas como se degustan las exquisiteces de las más delicadas joyas. Sus ojos, la perfecta forma de su nariz, algo grande como síntoma de inteligencia, la boca de labios ahora algo contraídos por el intenso frío, pero sugerentes para la íntima ceremonia del beso. Las crenchas de cabello que asomaban entre las telas cálidas que lo envolvían, de un indefinible dorado, como de hebras de oro viejo; en fin, toda una sugerencia de hermosura femenina a la que yo, indudablemente, adorné con extras imaginados nacidos de mi necesidad de compañía femenina. En ese fugaz momento entre mis disculpas y su innecesaria retirada pude ver entre sus ropas una especie de joya, un colgante de pedrería en tonos azules, algo tosco. Después de mi atropellada disculpa logré preguntarle: “¿Vive usted por el barrio?” Yo mismo quedé inmediatamente sorprendido por esta audacia, tan insólita en mí. “No, caballero. Trabajo ocasionalmente en un despacho de abogados. Hoy he salido un poco tarde.” Desde un local próximo, uno de los muchos bares que existen en la zona, llegaban los turbios sonidos de una música algo violenta. Pero también la promesa de una temperatura agradable y algo de ambiente tranquilo a esas horas. “¿Podría invitarla a tomar algo caliente? Sería apetecible a estas horas y con este tiempo...” Para mi sorpresa la mujer accedió a mi oferta. “Desde luego sí que apetece algo caliente para reconfortar el cuerpo. Vaya frío con esta niebla...” Entramos y de una ojeada localicé enseguida una mesa al fondo, en una zona poco iluminada; pero ella debía ser conocida en aquel local. “Hola, Claudia” creí entender. “Qué, ¿a calentarse un poquito?” Le ayudé a despojarse del chal y una estola de lana. “No, el abrigo me lo quedo. Todavía tengo mucho frío.” Efectivamente era una mujer hermosa, no muy alta, de una belleza discreta pero muy personal. Y sí, de su cuello colgaba una especie de collar exótico, lo que se suele llamar étnico en la actual moda, hecho a base de piedras azules, redondeadas. Pude fijarme con detalle en sus manos, finas y bien cuidadas, de dedos largos y ágiles, en su cabello de grandes ondulaciones y tonos dorados y en sus ojos. Sus ojos. Unos ojos profundos, inquietantes, que parecían convocar algún misterio de épocas pasadas, traer hasta esta época, plana y sin trasfondo, alguna historia de diosas reencarnadas, de pasiones contenidas en cuerpos hermosos que vibran para salir a consumarse desde ojos como los suyos. Sin dificultad comenzamos nuestra conversación desde las tópicas frases al uso: tiempo, trabajo, dificultades de la vida, nuestras inquietudes... Ella era pasante en un despacho de abogados; le gustó mi trabajo, corrector literario. Ella escribía, como aficionada, claro. Me ofrecí a leer alguno de sus escritos y si fuese el caso ponerla en contacto con alguna editorial para autores noveles. Sería estupendo, es algo que me satisfaría mucho. ¿Y si al final te descubro tu verdadera vocación, la de escritora? Bueno, esa ya hace tiempo que la descubrí, pero, ya sabes “primun vivere”... y se rio con una de las risas más musicales que yo he escuchado nunca. Su cara se iluminó como un sol de madrugada, sus ojos resplandecieron desde el fondo de su misterio. Fue la transfiguración de un rostro femenino desde la simple belleza hasta la hermosura idealizada por mí. Su “algo azul” conjugó con la más feliz de las armonías en aquel cuadro esplendoroso que me ofrecía su presencia. Recordé la letra de aquella vieja canción: “Los bares, que lugares/Tan gratos para conversar./No hay como el calor/Del amor en un bar.” Inopinadamente, con toda discreción, una especie de campana aislante se había instalado sobre nosotros, recluyéndonos en un espacio íntimo, un pequeño mundo aparte e incomunicado del resto del local. Una grata sensación nos envolvía -pienso que a ella también- en ese mínimo e improvisado paraíso que, sorprendentemente, se había creado para nosotros. La conversación fluía sin dificultad, las miradas directas a los ojos se prolongaban deliciosamente y hasta algún intento mío de acariciar sus manos pareció ser aceptado. Pero debieron sonar las doce de la medianoche y el encanto se rompió. Alguna carroza transfigurada en taxi reclamó la presencia de ella. La campana se hizo trizas y el ruido de la música y las conversaciones y las risas en tonos altos invadió la paz paradisíaca que estabamos disfrutando. “Me tengo que ir, es muy tarde y tengo trabajo en casa. Déjame tu correo, te enviaré mis textos para que los leas; luego hablamos sobre tu oferta.” “Pero, tu nombre, tu teléfono...” “Calla, ya seguiremos en otro momento. Por hoy ya he tenido mi suficiente dosis de felicidad. No sabes cómo te lo agradezco.” El frío y la niebla se habían intensificado. El taxi, como una especie de carreta de Elías, arrebató de mi lado a aquella aparición con forma y hechuras de mujer. Una última sonrisa, ya menos luminosa y una última refulgencia de aquellos ojos cautivadores. Adiós, adiós. El taxi arrancó con violencia.
Al día siguiente, en mi correo, estaban, como ella había prometido, varios textos de relatos cortos y algún pequeño poema que devoré con fruición. Su manera de narrar se correspondía a su personalidad en general. Una especie de halo misterioso envolvía a sus personajes, sus actos, sus pasiones e ilusiones. Eran, en general, muy aceptables; algunas correcciones de estilo, pequeñas precisiones de lenguaje y podrían ser perfectamente publicables. Pero a ella nunca más la ví. Demoraba mis paseos nocturnos de vuelta a casa; recorrí los despachos de abogados de la zona preguntando por Claudia, la pasante; en todos el mismo gesto de extrañada desconfianza; “¿Claudia, pasante? No, está usted equivocado.” Entré en el café donde ella se hizo sueño, pregunté al camarero: “Oye, esa señorita, Claudia, con la que estuve aquí hace algunas noches...” ¿Claudia? Nunca he oído que nadie se llame así. No; no recuerdo que estuvieseis aquí.” Era mi última baza. La niebla se retiró con los primeros cierzos fríos, el paisaje de mi barrio ha cambiado con ello; ahora es más triste e impersonal. Y ya sólo me queda el recuerdo de la mujer con “algo azul”, la que vino desde la niebla y con la niebla se marchó.
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Tumbado en la cama El accidente me dejó disminuido. En el instante del incidente algo sucedió, o quizás fue luego, más tarde. Me es imposible en las condiciones que me ha dejado el percance conocer los detalles del trastorno, el tamaño del daño que sufro, mucho menos explicar la circunstancias que ocasionaron esta conmoción.
Sigo la pista de acertijos a una verdad escurridiza. Me acerco despacio y con temor, no puedo negarlo, a suposiciones. Lo cierto es que entre mis costuras algo se descosió, se fragmentó, se resquebrajó y dio origen a una fisura irreparable por donde se escapan mis posibilidades.
Quizás un fallo en el latido de mi corazón, una sincronía en esos impulsos creó una grieta, una hendidura, un desgarro que hizo aguas, inundó el complejo sistema cerebral y obligó a saltar, a dar un brinco a la corriente continua y se produjo un cortocircuito en el confín de mi cerebro y perdí el hilo.
Con impaciencia, con angustia, intento encontrar las puntas del hilo y atarlas de cualquier manera, con un nudo improvisado, si eso es posible, pero invariablemente me extravío en vericuetos inverosímiles que jamás se repiten y no logro dar con el camino correcto.
En esta oscuridad intento vislumbrar un centenar de hipótesis: me figuro por ejemplo, que antes, mucho antes del accidente, ocurrió un suceso al que no le di importancia. Sospecho, que un coágulo atomizado inició con inocencia un recorrido distinto y despistado fue anulando a su paso barreras infranqueables, hasta que finalmente, en un giro descarriado desarticuló el sistema de defensa y simplemente, esta condición a la que fui violentamente empujado es apenas una consecuencia de mi propia dejadez, de mis continuos olvidos, de mi ingratitud con este cuerpo al que le he exigido el máximo rendimiento sin atender los debidos protocolos de cuidado.
Me he internado en extraordinarios y confusos laberintos, que desconocía hasta este momento, en un intento por deducir con cierta metodología el camino a la salida. Encontré, o creo haber encontrado en esos laberintos una extraña y pesada publicación de imágenes borrosas, recortadas, mutiladas; en ellas, no pude reconocer ningún detalle que me permitiera encontrar alguna lógica a los innumerables interrogantes que me asaltan. Las alternativas que surgen me llevan invariablemente al filo de un abismo en la boca de un volcán y no me atrevo a dejarme caer.
Conjeturo que me detiene el instinto de conservación, en ese momento de incertidumbre tomo enormes bocanadas de aire y me aferro a esta nada pegajosa. Un ataque de tos impide la calma.
Cansado por el esfuerzo me duermo y al despertar ni siquiera un vago rastro de sueño deshilachado enciende las luces de alguna idea, aunque sea descabellada, nuevamente insisto en la búsqueda de razones que justifiquen mi existencia.
Pago con creces la deuda acumulada por años, he descuidado mi cuerpo, los intereses se han convertido en una pesada penitencia y me conducen lentamente a esas viejas fronteras conocidas de la derrota. Intuyo que atravieso una situación de riesgo, presiento estar a un paso del temido fracaso y no me atrevo a iniciar movimiento alguno.
Paralizado, aterrorizado, se me crispan los músculos sin gobierno y siento agudos dolores. Intento gritar, pedir ayuda, clamar
misericordia, pero me es imposible articular palabra.
Atravieso una difícil circunstancia, presumo que debo darme prisa, no es el momento de holgazanerías, no quiero distracciones y me abstengo de abrir los ojos para poder concentrarme, permanezco en estado de alerta en esta continua búsqueda desesperada, me quedo nuevamente sin aliento, busco oxígeno.
Agotado, insatisfecho, descontento con estos intentos inútiles, pierdo una a una las esperanzas que construí siguiendo la lógica de la supervivencia por encima de las condiciones adversas.
Presumo, que estos pocos pensamientos desordenados, que atesoro como un triunfo, no serán suficientes para enfrentar con decisión y coraje este camino de aluvión, que alguna vez me habían vaticinado y que logré evadir con éxito hasta ahora.
Oigo voces, o quizás, imagino una conversación.
-Doctor-. -¡Necesito saber la verdad!-.
-Su esposo-. Dice el doctor. -O lo que queda de él, es este cuerpo sin movimiento y no lo recuperará jamás, quizás tiene la capacidad de generar algún pensamiento, pero no lo no lo sabemos con certeza, eso es lo único que puede hacer en su desvalida condición-.
-Ayúdeme Doctor a dejarlo descansar en paz por siempre y para siempre-. –Ninguno de los dos merece este calvario-. |
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| jota jota |
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Gracias. Mi alegría es enorme al pensar que puedo contribuir con mi texto a esa labor que es para gigantes. Todos mis textos son para compartir, en todo caso gracias por tu generosidad. |
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| Rodrigodeacevedo |
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J.J. He pasado un momento por Rayuela para cambiarle las pilas a Adolfo y he leído tus dos relatos. Hoy me es imposibl extenderme a comentarlos, queda pendiente. El cuento -con tu permiso implícito- se lo envié a un hijo mío que vive en Barcelona y se dedica a la formación juvenil. Lo encontró muy bueno. Ya te diré.
Abrazos; hasta pronto. |
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| jota jota |
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Huir -Alo-. -Usted ha llamado al número de emergencia-. -Cuál es su nombre, que peligro enfrenta y donde se encuentra-. -Soy Acevedo-. -Me he convertido en rehén de un recuerdo-. -Estoy encerrado en el número 324 de la calle Pensilvania-. -Está solo-. -Se encuentra herido-. Puede moverse-. -Hace diez años huí de esta ciudad con intención de no volver-. -La culpa y la tristeza me señalan cada día que la decisión de escapar fue un error motivado por la cobardía, por mi cobardía-. -Los sucesos que me empujaron a tomar esa decisión, vistos ahora en el espejo del tiempo, no me justifican-. -Yo me hundí en ciénagas desconocidas y con malabarismos de voluntad logré asir el primer eslabón que me ofreció el azar-. -Obligado por el acaso regresé a la ciudad y desde hace quince días estoy encerrado en esta casa-. -Tengo miedo-. -Camino descalzo entre tinieblas, mi agonía es constante-. -Estos pasillos me asfixian-. -El techo de la habitación se me viene encima con intención de aplastarme-. –La sombra del recuerdo se tragó las horas y logró desconectar el tiempo- -Incapaz de establecer una rutina entré al hueco en donde me acechan imponderables-. -Necesito ayuda-. La ansiedad me domina y en este encierro innecesario voy a terminar por desconocer la realidad, por aceptar el delirio como verdad-. -Usted ha dicho que es rehén de un recuerdo, puede hablar de ese recuerdo del cual es prisionero-. -Hace diez años vivía con austeridad, entre los límites que mi condición económica me permitía, compartía con otros tres muchachos un departamento, ninguno de nosotros llegaba a los treinta años y como yo, eran también extraños a la ciudad-. -Cada quien cargaba el peso de sus motivos en silencio y no teníamos la intención de compartirlo-. -El horario de nuestros trabajos obligaba la distancia ideal, entre la prudencia y la ausencia y eso facilitó la convivencia, pero el destino vino a cambiar las reglas, abrió la puerta a la incertidumbre que entró vestida de mujer sin horario establecido-. -Cada vez con mayor frecuencia nos tropezamos: muchas veces nos encontramos enfrente de la nevera, o en espera del turno para el microondas, en el pasillo de la entrada, camino al departamento, y sin darnos cuenta, pasamos del saludo obligado a la conversación por cortesía, al intercambio de ideas, a la confesión de temores, a la franca exposición de nuestras esperanzas y terminamos por compartir la cama y los gastos-. -Nos iniciamos en el rito de mirar un futuro único y saltamos a la independencia-. -Nuestras necesidades crecieron mucho más rápido que nuestros salarios, los gastos urgentes se hicieron inevitables, los imprevistos nacían con los sueños y comprar se convirtió en un mal hábito-. -En nuestras primeras conversaciones ella confesó que venía del oscuro mundo de las penurias, que juntaba privaciones para completar el día y me obsesionó la idea de arrastrarla de regreso a las carencias y esa razón me impide negarme a sus deseos-. -Seis meses enfrentaron mis ahorros un gasto desbordado, yo agazapaba las negaciones y finalmente se agotaron mis reservas, se acabó el entusiasmo de las afirmaciones y el miedo se instaló como inquilino en mi estrecho pensamiento-. –Me es imposible mirar la desilusión en sus ojos y desnudar mi fracaso, la cobardía me aconsejó escapar-. Desde ese momento estoy huyendo-. -Ese es el recuerdo del que soy prisionero desde hace diez años-. -Quien atiende tu llamada de auxilio, Acevedo, es la mujer de tu recuerdo, no he dejado de esperarte, y ahora el destino nos reúne nuevamente y abre la puerta de otras oportunidades-. -Espérame, voy en camino al 324 de la calle Pensilvania, no permitiré que sucumbas al delirio-. |
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