Cumpliendo mis deberes para el mes de febrero que ya termina, dejo mi relato con las palabras propuestas. Como siempre su extensión es superior a la que marcan las normas. Pero prefiero dejarlo así dada la escasez de textos que padecemos.
LAS SOMBRAS
Avanzaba con parsimonia por la amplia avenida iluminada por los neones de los escaparates y los focos fugitivos de los vehículos que dibujaban luminosos rayos rectilíneos en la calzada. Seguía teniendo aquella extraña sensación de volatilidad que le preocupaba desde hacía algún tiempo. Como si la masa de su cuerpo hubiese sido afectada por alguna especie de carcoma y, dentro de su forma habitual, lo ocupase ya alguna especie de incorporeidad. Una transformación en puro espíritu, podría decirse, pero él nunca creyó que albergase ningún tipo de espíritu . Ciertamente desde que se apartó de los trabajos y las rutinas habituales a los que había dedicado las tres cuartas partes de su vida, harto ya de desaires y fracasos, comenzaron a manifestarse en él aquellos síntomas de vacío, junto a un rencor creciente hacia sus semejantes. Aunque le resultaba impropio llamarlos así: nunca se había sentido semejante a los demás, siempre se consideró un desclasado y poseedor de características que lo hacían diferente a los otros. Pero nunca aceptó que eso pudiera ser causa de su falta de integración en la sociedad.
De origen aldeano, los pasos que tuvo que dar para buscar su “lugar bajo el sol”, como tantas veces le aconsejaba su abuelo en las frías noches del invierno allí, en el pueblo, no fueron ni fáciles ni habituales. La hacienda familiar se había volatilizado en manos de un padre manirroto y mujeriego, y esa volatilización le había generado un íntimo desasosiego y la creencia, nunca sustanciada por otras circunstancias, de que todo lo material era efímero y volátil. Pero nunca pensó que fuese patrimonio espiritual; aquel concepto era cosa de curas y de los curas, otro consejo de su abuelo, más valía mantenerse alejado.
Otra de sus obsesiones eran las sombras; siempre le inquietó su incapacidad para entender ese fenómeno de la oscuridad. Tal vez por eso, cuando los avatares de su vivir le fueron empujando a la soledad, siempre lo acompañaba en el salón su pequeño apartamento, que le servía asimismo de dormitorio y rincón de lectura, un antiguo candelabro de bronce con el que le gustaba iluminarse en las largas veladas que se concedía cuando, cansado de pasear por las calles hostiles, volvía a su piso a encontrar aquello que nunca le abandonó durante el día: la soledad.
Una nueva obsesión iba ocupando su espíritu: la de su creciente incorporeidad. En los bares, en los restaurantes, en las tiendas que frecuentaba, cada vez le parecía que pasaba más desapercibido, le era más difícil hacerse servir por los empleados que parecían ignorar su presencia entre la de los demás clientes. Procuraba mirarse, cada vez con mayor frecuencia, en los espejos y siempre encontraba inexorablemente su imagen envejecida, quizás con los rasgos de su rostro más difusos, aunque él lo achacaba a su extrema delgadez y al deficiente rasurado de su barba.
Aquella tarde, después de su prolongado paseo por los arrabales (últimamente evitaba las aglomeraciones y el bullicio del centro, pues tenía que esquivar continuamente los golpes de los viandantes que, ignorándole, se abalanzaban contra él, le apeteció buscar un contacto femenino, el calor de un cuerpo de mujer, siquiera fuese mercenario y, ya lo intuía él, le dejase una amarga insatisfacción por el recuerdo de otros cuerpos a los que amó y no pudo conseguir. Entró en uno de aquellos clubs de alterne. Lo recibió una vaharada de tabaco y olores groseros, de emanaciones de cuerpos sucios y de escasa ventilación. Dentro, la penumbra rojiza permitía distinguir varias formas femeninas que se apoyaban con torpe languidez en la barra del establecimiento. Con desmañados gestos se acodó asimismo en la parte más alejada del mostrador; inmediatamente una de las mujeres se aproximó a él, llevando consigo un nube de aromas turbios y un gesto de aceptada resignación ante lo que, suponía, iba a ser una nueva entrega de su ajado cuerpecillo.
Pero inesperadamente la mujer no llegó hasta él; quedó hablando y gesticulando con otra de sus compañeras, ignorando claramente la presencia del recién llegado.
Un absurdo dilema le hizo plantearse la posibilidad de ser él quien se acercase a la mujer o, definitivamente, salir del local en el que ya se arrepentía de haber entrado. En su cerebro comenzó una espantosa confusión, una tormenta de dudas sobre la realidad de su existencia. No era posible aquel desconocimiento de su presencia, era el único cliente del local. Como un trueno que nacía en lo más profundo de su mente, un creciente sentimiento de indignación e incertidumbre se apoderó de él. Salió a todo correr del club necesitando encontrarse en la vorágine de la calle. Le urgía volver a sentirse y a ser. Fuera, todo era sombra, oscuridad profunda. Ni una sola luz, ni de casas, ni de farolas ni de vehículos definía los volúmenes de aquellas conocidas geometrías. Eran las tinieblas del más allá. Temblando se refugió en una de las bocas en las que la oscuridad parecía ser más profunda. Con un alucinado terror comenzó a palparse, a tocar sus estremecidos miembros. Nunca los encontró; todo él era vacío. Fue su último paso hacia la nada que siempre fue.