Antes de jubilarme, me impusieron la asistencia a un curso de adaptación a mi nueva condición. En el “taller” aconsejaban iniciar una rutina que se adaptara a nuestras inclinaciones, el facilitador, un muchacho de veinte años intentaba convencernos de disfrutar todos y cada uno de los momentos que nos tocaba vivir de ahora en adelante.
Al completar los trámites y estar seguro de cobrar mensualmente mi sueldo sin trabajar, fui directamente a la Municipalidad para integrarme al Centro de Adultos Mayores. Un subterfugio para designar a los ancianos que ya estorbamos hasta en nuestras casas y en donde coincidiría con personas de mi edad.
En el Centro habían acondicionado un salón en el cual se podían leer con cierta comodidad los libros solicitados en préstamo a la Biblioteca y los diarios de circulación nacional.
La condición de jubilado nos obliga a sacar cuentas con seriedad, el salario disminuye considerablemente y el gasto en medicinas hace aguas cualquier economía, alienado por el costo de la vida me presentaba al Centro cada mañana, leía la prensa y aprovechaba descaradamente en invierno la calefacción y en verano el aire acondicionado. Utilizaba además el servicio de la Biblioteca y gastaba mi tiempo leyendo en los sillones del Centro.
Lo primero que reviso al leer los periódicos es el obituario. Estoy convencido que puedo encontrar con mayor facilidad a mis amigos en esta sección de despedidas eternas, de últimos adioses. Con dificultad aparecerán en las páginas de sociales y mucho menos en las páginas rojas, a nuestra edad son pocos los acontecimientos y escándalos que propiciamos y el suceso más frecuente es el de tropezarnos en la calle, dar una voltereta y terminar con la cadera rota. Y eso ya no es noticia.
A las funerarias y velorios me gusta llegar con suficiente tiempo, no para hartarme de ese consomé insípido que sirven, ni beberme ríos negros de café.
Me propongo cumplir con despedir en su última hora a mis amigos y conocidos, creo en antiguas formalidades y en mostrar todo el respeto que se merecen. En estos casos visto luto riguroso, me acerco en silencio al ataúd, miro fijamente su rostro maquillado y bien compuesto y les hablo con una mezcla de dulzura y firmeza.
De acuerdo a mis creencias les pido que se entreguen sin miedo a esta nueva aventura desconocida, que en medio de las sombras busquen con insistencia una luz y caminen con decisión a su incandescente llamado, en esta conversación íntima y última les explico que ha llegado el momento de las grandes he impostergables decisiones, que rompan definitivamente todos los lazos con este mundo de conflictos y entren a la maravillosa luz de un mañana eterno.
Hoy me encuentro con la invitación al sepelio de Federica Fernández. La recuerdo claramente en los pasillos de la Facultad.
Impecablemente vestido llego a la funeraria y camino directamente hasta el ataúd, miro ese rostro conocido con cuarenta años más y sin detenerme un instante, aprovechando que no hay nadie cerca le hablo con la intensidad de cuarenta años menos.
Al terminar de hablarle tropiezo con Marisela Manríquez, que me reconoce y no puede dejar de llorar, ni tampoco separarse de mí, por pura coincidencia, soy el único que ha venido de aquellos tiempos memorables.
Entre sollozos me pide que la acompañe. Cada cual contó la historia que pudo con sus honrosas omisiones.
Colgada de mi brazo despedimos a nuestra querida Federica y al regresar me confesó:
No quiero llegar a mi casa a quedarme entre recuerdos revueltos y fantasmas.
Ven conmigo dije y terminamos encamados.
Rodrigodeacevedo
28-08-2014 20:17
VIDAS (POCO) PARALELAS (EUMEO DE ÁTICA Y FRANCISCO PIZARRO, DE TRUJILLO.)
Cuando allá, en el Valle de Josafat, en los inciertos días del fin del mundo y la resurrección de las carnes, se encontraron dos de los más famosos porquerizos de los que han dado cuenta la Historia y la leyenda, se produjo una coincidencia magnética: la de dos personajes, antagónicos a la vez que homólogos; un -podríamos llamar- paradigma del coincidir. En esa voltereta final de los tiempos históricos, prologados por esa mitología poética y tan humanamente familiar como es la griega, se provocó ese encuentro que, a la luz de lo que nos han ido enseñando en los carísimos colegios de pago, generalmente regentados por órdenes religiosas, no puede presumirse de casual. Porque allí se nos enseñó (y allá cada cual) que en la tal resurrección cada cuerpo se unirá a su alma y juntos y en armonía disfrutarán o padecerán el premio o castigo que les haya sido otorgado por la Justicia Divina. Y una simplificación metafísica inmediata, para no complicar las cosas, es entender que Eumeo, el porquerizo de Ulises, era el protoalma del extremeño Pizarro, que con tanta batalla y avatares, perdió la suya vaya usted a saber donde.
Sin que ninguno de ellos hubiese tenido noticia de la vida y sucesos del otro, Eumeo y Francisco Pizarro, se reconocieron inmediatamente; quizá se debiese al hecho de que el oficio de porquerizo, como el de sacerdote, imprime carácter, o, al menos, algún olorcillo residual permitiera a sus antiguos practicantes identificarse como tales entre las miríadas de carnes resurrectas que allí confluyeron.
Eumeo, hombre de noble condición y suaves maneras, alabó las virtudes militares del conquistador del Perú, aquella tierra tan opuesta a su Ítaca adoptiva, la isla mediterránea, feraz y luminosa, en la que fue testigo y defensor del amor de Odiseo y la paciente Penélope. Allí, frente a los odiosos pretendientes de su señora, tuvo lugar la única experiencia bélica de su vida , si tal podría llamarse al combate que junto a su Rey y al joven Telémaco sostuvo frente a los aborrecibles usurpadores del palacio.
Él, nacido en la exótica Siria, acrisoló las virtudes áticas, aún ejerciéndolas desde un oficio que hoy se considera humilde, por no decir humillante: el de porquero, pero que él, Eumeo, dignificó dándole el rango y responsabilidad hoy nuevamente perdidos. Qué mayor mérito que el de conservar sanas y fuertes aquellas piaras que luego serían deliciosas carnes y suculentos jamones.
Pizarro, por su parte, hizo partícipe a su colega de oficio de todas sus amarguras y cuitas. Nacido en la lejana Extremadura, aunque de origen noble a la par que humilde, algunas leyendas le atribuyen la de cuidar cerdos como su oficio de juventud, lo cual puede ser cualquier cosa menos un oficio alienado. Ni siquiera puede atribuirsele lo del “primus inter pares” al pastor respecto de su piara. Allí, entre los alcornocales, se forjó un jefe nato. Además, una buena manada de cerdos ibéricos dejaba sus buenos ducados.
Llegado al Perú después de azarosa vida en Europa (nuestros emigrantes, periódico fenómeno de estas arduas tierras) siempre han tenido mala reputación allí donde han ido: juergas flamencas, mujeres, trampas de juego, pendencias, escaso rendimiento laboral... Tal vez allá, en la inédita América, la cosa podría ser diferente. Pero tampoco allí aquellos barbudos y procaces españoles consiguieron el éxito y la gloria.
El Perú fue la tierra de perdición de Pizarro y de su familia. La ambición de unos amos ausentes le había hecho bogar contra corriente, tal vez contra la Historia. Hoy su vida es narrada entre pleonasmos y circunloquios, quizá evitando definirlo como lo que realmente siguió siendo toda su vida: un pobre porquero, cegado por relumbres de oropel, que acabó muriendo como un perro, asesinado por sus conmilitones en un salón ricamente ornamentado del Palacio Virreinal de Lima.
Ambas carnes resucitadas, cuya alma común y única había renacido en un nimbo de recuerdos, se abrazaron estrechamente. Un suculento pernil de cerdo asado, regado con el vino negro de los griegos, confirmó que la podredumbre de sus cuerpos había sido felizmente pasajera y que su oficio seguía dando al ser humano (o tal vez al alma humana) los deleites y gozos para los que fue creado.
Gregorio Tienda Delgado
26-08-2014 19:01
¿LA GENTE ES IGNORANTE?
«¡No, la gente no es ignorante. No creamos que se les puede engañar tan fácilmente!»
Un día que estaba en el bar leyendo el PERIÓDICO, recordé esa frase y me reí. Mis carcajadas fueron tomadas como signo de locura. Alrededor se comenzaron a oír murmullos. Los primeros días no noté nada extraño, pero según avanzó el tiempo la gente comenzó a mirarme de reojo, a murmurar a mi espalda, a susurrar sobre si yo era un lunático, cuando creían que no podía oírles.
Al poco tiempo ya no había manera de quitarme la etiqueta de loco. He de reconocer que me pasa a menudo, que recuerdo una frase dicha en una situación aparentemente normal y me río. Luego no puedo explicar de qué me estoy riendo (realmente no lo entenderían) y siempre salgo al paso aduciendo: no, nada. Un chiste que he recordado. Parece que eso me justificaba ante los circundantes cuando murmuraban. Al principio me mosqueaba. Pero luego, verles criticarme, tacharme de loco, me producía el mismo efecto que otras muchas actitudes corrientes: risa. Comencé a reírme de todos aquellos que me criticaban y esto les soliviantó. Creo que en el fondo sabían que no me reía por ver fantasmas, sino de sus actitudes, de sus actos estúpidos, de sus incongruencias. Opino, además, que eso era lo que les incomodaba. Por ello me criticaban, cuchicheaban a mi espalda, inventaban cosas raras e intentaban reírse de mí. El hecho de que todos sus actos me parecieran tristemente irrisorios creó un tipo de guerra psicológica entre ellos y yo. Pero el caso era que yo no quería pelear. Simplemente me reía de aquello que me parecía gracioso.
Nunca entendí que alguien se pudiese reír de una persona cuando se cae de la manera más ridícula, y una tercera persona que ve al que se burla de su congénere, no pueda hacer lo propio de la que emite las carcajadas. Porque muchas veces el que se mofa del que ha tropezado, comete errores que, vistos desde fuera (aunque hay que ser avispado para advertirlos), son más absurdos que una caída. Pero parece que hay que reírse de las cosas que se ríe un niño y está mal reírse de cosas que sólo un adulto es capaz de vislumbrar.
El caso fue que un día las críticas hacia mi persona comenzaron a amainar. Ese día un allegado me dijo:
─Estás loco, o eres un poco tonto. Estás ALIENADO. ¿No ves que se ríen de ti?
─ ¿Eso es malo? ─Le pregunté.
─Hombre...
Durante un tiempo no supo que responder y finalmente hizo como todos cuando nos dejan sin argumentos: Cambiar de tema.
─Es que tú te ríes solo, de nada. Eso es de locos.
Me puse a reír. ¿Quién me lo decía? Me lo estaba diciendo un hombre con un cigarrillo encendido en la mano, entre calada y calada.
─¿Lo ves? Por eso se ríen de ti.
─Pues yo me estoy riendo de lo absurdo de esta situación. Tú me tachas de loco mientras fumas ¿No es irónico?
─Yo fumo porque tengo vicio, no porque esté loco.
─Y ¿por qué cogiste el vicio?
─A decir verdad no lo sé.
─Entonces ¿quién es el loco? ¿Cuál de los dos hace cosas estólidas? Y sin embargo, me tachas de lunático: ¿No es para reírse?
El hombre no solo dejó de cuchichear a mis espaldas sino que se mosqueaba cada vez que yo reía. Comentarios similares fueron acallando los murmullos. No se atrevían a comentar nada. Pero eso les ofendía y, un día, reunidos en un SALÓN todos mis conocidos, alguien me repitió por segunda vez la famosa frase:
─La gente no es tonta, no se les puede engañar tan fácilmente.
Y me reí tanto que todo el mundo calló. Todos se centraron en mí. ¡Qué COINCIDENCIA!
─¿La gente no se deja engañar? No puedo COINCIDIR contigo. Mírate de arriba abajo. Dime por qué tu vestimenta y el precio que te ha costado. Dime también el porqué del reloj que llevas, el móvil, el coche que tienes aparcado y a medio pagar. Dime cuánto te has gastado en todas esas cosas. Explícame de qué te sirve todo eso. ¿La gente no se deja engañar? ¿Acaso merece tanto esfuerzo conseguir el dinero para obtener lo que te ofrecen todas esas cosas? ¿Acaso no te producen más preocupaciones y quebraderos de cabeza que otra cosa? Te han engañado durante toda tu vida. Os han engañado a todos. ¿Quién de vosotros es feliz? ¿Cuántas cosas habéis comprado con tal propósito? Un simple repaso a vuestras vidas descubre que habéis ido cayendo de trampa en trampa...
Yo seguía hablando. Los que allí había se tomaron la cosa como algo personal. Se ofendieron y, entre unos y otros, se exhortaron a insultarme.
─Nos llama dementes y se jacta de ello.
─Sí, ¿quién se habrá creído?
─Menudo idiota, acudir a una fiesta para insultar a todos los presentes.
─Deberíamos enseñarle. Gastarle una broma pesada. Espabilarle.
─Lo que tenemos que hacer es darle una buena paliza. Sí, eso es.
Recuerdo perfectamente que la fiesta acabó dándome una brutal azotaina.
Ya de vuelta en la nave nodriza, le conté el SUCESO a otro compañero que también había sido mandado a la tierra para investigar a los humanos, y me dijo:
─Me han persiguiendo y apaleado.
─A mí también.
─Y ¿Qué hiciste?
─Quise sacarles de su estupidez.
─Yo también.
Se hizo un silencio. Luego le pregunté:
─¿Por qué crees que se empeñan en buscar inteligencia extraterrestre?
─No sé. Y tú, ¿por qué crees que hacen eso en vez de potenciar su propia inteligencia?
─No lo sé. Estos terrícolas, ¡son tan ignaros!
Me gusta soñar despierto... dormido tengo pesadillas.
Josefa Adam Castelló
25-08-2014 15:18
Bajo la firma de mi "alter ego" -mi esposa Doña Josefa- dejo mi sintetifrase:
No fue un suceso digno de salir en el periódico; la coincidencia de un alienado con un político de salón, lo cual no es mucho coincidir, se consideró una de las muchas volteretas que estos individuos, los políticos arribistas, hacen para figurar.
caizán
25-08-2014 13:13
Mientras leía el periódico en el salón, reparé en un suceso: "Un alienado tras coincidir con la policía en una protesta, dio una voltereta y mató a un agente, que resultó ser su vecino" No me pareció una coincidencia.